Hace poco recibí de un antiguo alumno el regalo del libro «El artista y la filosofía política», de Quentin Skinner, profesor de la universidad de Cambridge. Se trata de un estudioso de la historia de las ideas políticas por medio de la contextualización, lo que supone una especial atención a lo que un escritor, o incluso un artista, quiso expresar realmente, de modo consciente o inconsciente, en su obra. El planteamiento me pareció original, pues cualquier analista político necesita claves para abordar el estudio de fenómenos y acontecimientos, tanto los del presente como los del pasado. En este sentido, las referencias a la filosofía política son fundamentales y no nos podemos conformar con unas estadísticas llamadas a ser cambiantes por naturaleza. Por tanto, seguimos interrogando acerca de la organización de la sociedad a Aristóteles, Maquiavelo o a Marx, por citar algunos de los pensadores más influyentes. Sus escritos arrojan una gran variedad de matices y no hablan solo a su tiempo sino también al nuestro. Por lo demás, abundan los estudios políticos que en el fondo no dejan de ser una glosa de los clásicos del pensamiento.
Pero en el libro citado, Quentin Skinner va mucho más allá de un texto: pretende escudriñar los frescos realizados por Ambrogio Lorenzetti para el palacio municipal de Siena entre 1337 y 1340. Se trata de la alegoría del buen gobierno, de los efectos del buen gobierno en la ciudad y el estado, y de la alegoría del mal gobierno. Toda una obra de arte de la propaganda política en el siglo XIV, pintado por alguien que pretende responder a una pregunta que todavía nos seguimos haciendo: ¿cuál es la mejor forma de gobierno? Hasta el propio Winston Churchill tuvo que reconocer que nadie puede afirmar que la democracia sea perfecta o absolutamente sabia y que algunos creen que es la peor forma de gobierno, aunque las alternativas no son mejores. El problema de esas alternativas es que algunos han visto en ellas una especie de piedra filosofal, un descubrimiento propio de una ciencia experimental, capaz de resolver todos los problemas del mundo y de la sociedad. Han olvidado que la auténtica política no puede construirse al margen de la libertad de los seres humanos, y que no se puede imponer por la fuerza una ideología casi religiosa, con sus ineludibles limitaciones, y que debería llevarnos a una mítica edad de oro pretérita o al indefinido paraíso del futuro. Se puede aceptar que las ideas políticas tengan un componente utópico, capaz de despertar una ilusión, si bien esto debe de ser atemperado por un cierto realismo que las relacione con las circunstancias del momento, por decirlo de un modo orteguiano.
Tengo que confesar que antes de la lectura de este libro tenía un cierto interés por las repúblicas medievales italianas y, aunque Skinner muestra su simpatía por ellas, a mí se me ha despertado un creciente escepticismo. La república medieval italiana, en sus versiones de Pisa, Milán, Génova, Lucca, Bolonia o Siena, no pertenecen a la categoría del modelo sino a la del mito. Viven del mito de la república romana que con el paso del tiempo revivirá en la revolución francesa, y que mostrará todas sus contradicciones en el célebre discurso de Benjamin Constant sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, pronunciado en París en 1819.
El pintor Lorenzetti presenta en sus frescos las virtudes de la república de Siena, en la que el buen gobierno equivale a estar regido por los propios ciudadanos. Es una colectividad unitaria de una diversidad compleja, en la que caben los nobles, los comerciantes o los artesanos. El buen gobierno sería, en consecuencia, aquel en que la libertad predomina sobre el poder, y en el que se alcanzaría la paz entre los ciudadanos cuando nadie se encontrara en condiciones de satisfacer sus propias ambiciones en detrimento del bien común. Sin embargo, y en contraste con una noción del bien común, heredera de Aristóteles y santo Tomás de Aquino, con alcance universal e inscrito en la naturaleza humana, el bien común plasmado en la obra de Lorenzetti, y en el pensamiento de Skinner, tiene que ver más con el interés general que con el bien común. Ese interés parece estar más relacionado con la suma de los intereses individuales que con otra cosa.
Pese a las confusiones actuales en los términos, cabe entender que lo general no incluye necesariamente a todos. De hecho, el profesor de Cambridge niega toda influencia aristotélico-tomista en los frescos de Siena. Pero si no es la filosofía griega y sus influencias cristianas las que sustentan el buen gobierno en las repúblicas italianas, ¿dónde está su fundamento? La música del buen gobierno es el mito de la república romana, aunque la letra la compongan textos de Salustio, Cicerón o Séneca. Pero lo peor es el mensaje propagandístico presente en los frescos: si quieres alcanzar el bien común, tienes que conceder plenos poderes a los cargos electos. Ellos serán los encargados de imponer la paz y ningún ciudadano podrá sustraerse de la responsabilidad de la elección. Así, la ciudadanía se convierte en un deber y está prohibido cualquier retraimiento político. Pensar de otro modo es vivir solo para uno mismo, ser egoísta o individualista. Semejantes planteamientos tienen que chocar necesariamente con la libertad de las conciencias. La griega Antígona se habría sentido incómoda en las repúblicas medievales italianas. Por lo demás, y aunque esto no aparezca en el libro de Skinner, la historia ha dado la razón a quienes desconfiamos de las formas “perfectas” de gobierno: aquellas repúblicas perecieron víctimas de sus luchas internas o de los enfrentamientos con las repúblicas vecinas. El bien común estaba limitado por las murallas de aquellas ciudades.
El mito revivió con la revolución francesa, en la que los jacobinos querían obligar a los hombres a ser libres, pero solo en la esfera de los asuntos públicos y no en la de sus derechos individuales, pese a la profusión de textos normativos. El amor a la nación pasó de ser un sentimiento a una obligación legal. La era de los totalitarismos despuntaba en el horizonte.