Con un nuevo acrónimo, FC-G5S, Francia ha decidido bautizar su nueva apuesta militar en el Sahel africano. Se trata de una fuerza que, con el apoyo expresado en junio pasado por el Consejo de Seguridad de la ONU (CSNU), contará con unos 5.000 efectivos de Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger. Con su primera operación ya en marcha, las dudas sobre su verdadero propósito, su financiación y su capacidad para llegar a ser realmente operativa oscurecen el futuro de una iniciativa que, aun en el mejor de los casos, resulta insuficiente para abordar los problemas de inestabilidad e inseguridad que presenta la región.
Con su cuartel general establecido desde septiembre en Sévaré (centro de Malí) y otros tres de carácter sectorial que deben activarse en N’Beiket (Mauritania), Niamey (Níger) y Wour (Chad), la FC-G5S (Force Conjointe du G5 Sahel) arranca con un mandato tan amplio como el de mantener la seguridad de las fronteras comunes y luchar no solo contra los grupos terroristas sino también contra las bandas criminales que pululan en la zona. Sus principales zonas de operaciones serán las fronteras comunes entre Mauritania y Malí, Níger-Chad y Malí-Níger-Burkina Faso. Precisamente en esta última es dónde la FC-G5S ha comenzado a intervenir, con el lanzamiento de la operación Hawbi, desplegando efectivos franceses en apoyo a las fuerzas locales que van a actuar en el área Liptako-Gourma.
La huella francesa es innegable no solo sobre el terreno, sino también en el plano diplomático. De hecho, fue ahí donde tuvo que lidiar duramente para vencer las resistencias estadounidenses a que el CSNU apoyará una fuerza conjunta con un mandato tan ambicioso, para el que no veía necesario una Resolución y que, en última instancia, no quería financiar (tanto por no ceder protagonismo a París en el área como por su conocida decisión de recortar aportaciones al presupuesto onusiano). En el ámbito militar, FC-G5S es para Francia la continuación natural de las operaciones Serval (2013-14; para desmantelar el pseudocalifato yihadista en el Azawad maliense) y Barkhane (2014; para combatir a los grupos yihadistas regionales), en paralelo a la MINUSMA (activa desde julio de 2013, con 14.000 efectivos).
Es obvio que París es quien más intereses propios tiene en la región y quien mejor conoce las debilidades de las fuerzas locales para garantizar la seguridad de una zona tan amplia. De ahí su activismo diplomático para sumar apoyos, sobre todo en el terreno presupuestario. Las previsiones para cubrir los costes de puesta en marcha y el primer año de funcionamiento se elevan a 423 millones de euros, y de momento no hay garantía alguna de que se vayan a producir las necesarias aportaciones, mientras se está a la espera de que la conferencia de donantes prevista para el próximo diciembre logre recaudar 250 millones. Una ayuda significativa puede venir finalmente de Estados Unidos que –en pleno proceso de reformulación de su estrategia de seguridad saheliana, tras la muerte de cuatro soldados (junto a otros cuatro nigerinos) el pasado 2 de octubre– el 30 de octubre anunció que aportará unos 60 millones de euros.
Pero no es esa la única duda que plantea el futuro de la fuerza. Por un lado, cabe destacar que no se trata de una fuerza realmente nueva, sino de añadir a los mismos mimbres (extremadamente débiles por definición) una estructura de mando conjunta, con ayuda muy directa de Francia y otros países para intentar mejorar su nivel de coordinación. A eso se añade tanto la escasa operatividad de unas fuerzas armadas y de seguridad estructuralmente incapaces de garantizar la seguridad de sus propios países como el alto nivel de desconfianza vecinal existente y la falta de implicación de Argelia (con una frontera común de unos 2.500km). Son, además, fuerzas que no se distinguen precisamente por respetar los derechos humanos y proteger a la población civil sometida a la embestida de múltiples actores violentos.
Por último, resulta muy aventurado suponer que una fuerza tan limitada como la que se adivina vaya a ser capaz no solo de frenar a grupos yihadistas que han mostrado sobradamente su resiliencia para aprovechar los inmensos espacios vacíos de la región y su destreza para aprovechar a su favor el descontento de muchas comunidades locales con sus propios gobiernos. El problema no se reduce a Jama’a Nusrat ul Islam wa al Muslimin –resultado de la fusión, en marzo de este mismo año, de otros preexistentes–, ni a los demás grupos terroristas activos en la región, sino que se complica aún más al querer incluir asimismo a los innumerables grupos locales dedicados al tráfico de personas y al contrabando de todo tipo de productos.
Desgraciadamente tanto el Sahel como la práctica totalidad del continente africano solo es visto desde Occidente como una amenaza de seguridad, con terrorismo, flujos migratorios y tráficos ilícitos en cabeza. Eso lleva a que, de forma cada vez más visible, las respuestas que se articulan tienen un marcado sesgo securitario o, más claramente aún, militarista. A fin de cuentas, FC-G5S tan solo es el más reciente ejemplo de una senda en la que no solo Francia ha entrado hace tiempo. En este punto interesa volver nuevamente a Washington, cuando se cumplen los diez primeros años de la activación de AFRICOM y cuando ya se vislumbra en el horizonte inmediato el reforzamiento de la base desde la que operan sus drones, trasladándola de Niamey a Agadez, el incremento de los despliegues de unidades de operaciones especiales sobre el terreno y el creciente apoyo a fuerzas armadas locales en las que delegar buena parte de la tarea.
Mientras tanto, y ese el principal y reiterado error, sigue brillando por su ausencia un esfuerzo al menos similar en el terreno social, político y económico, no solo para atender a las necesidades básicas de las poblaciones locales, sino también para proteger sus derechos, promover instituciones inclusivas y democráticas y potenciar mecanismos de resolución pacífica de los conflictos…. Y para todo ello no hay, ni habrá, atajos por vía exclusivamente militar.