Los partidarios del Brexit celebrarán la salida de Reino Unido de la Unión Europea el 31 de enero, con un espectáculo de luz en Downing Street que presentará la esfera de un reloj contando los minutos que faltan hasta las once de la noche -medianoche en Bruselas-, hora de la salida oficial del país. La bandera de Reino Unido (Union Jack) ondeará en la plaza del Parlamento y se pondrá en circulación una moneda conmemorativa. Los gastos de la triunfal celebración correrán a cargo del contribuyente, lo cual sin duda pondrá furioso al 48% de votantes que apoyaron la permanencia en la Unión. Si los deseos de los fervorosos brexiteers se hubiesen cumplido, el Big Ben, el reloj más emblemático del mundo, habría marcado la salida de la Unión Europea igual que conmemoró el final de la Primera Guerra Mundial y su primer centenario, pero no pudo ser porque está en restauración. Se calcula que haber conseguido que el mecanismo que da las campanadas estuviese listo a tiempo habría costado unos 500.000 euros. En muchos sentidos, el Brexit se vive como otra guerra, con sus vencedores y sus vencidos.
En España, la mayoría de los 295.000 británicos empadronados (la mayor comunidad de residentes fuera de su país de origen de la Unión Europea), yo entre ellos, experimentaremos un sentimiento de pérdida. La excepción la constituyen esos extraños individuos que, a pesar de haberse beneficiado de la libertad de movimiento y otras ventajas de la UE para instalarse y trabajar en España, votaron por abandonar la Unión, lo cual es algo así como tirar piedras contra tu propio tejado.
Los ciudadanos británicos privados del derecho al voto (aquellos que hemos vivido más de quince años fuera de Reino Unido) hemos contemplado cómo se desarrollaba el feo espectáculo del Brexit desde el referéndum de 2016, en el que se nos excluyó de la consulta. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero si todos los 1,2 millones de británicos que vivimos a lo largo y ancho de la Unión Europea hubiésemos podido votar, el resultado del referéndum quizá habría sido el contrario. Sea como fuere, la consulta otorgó la victoria por un estrecho margen a los partidarios de salir de la Unión, dividiendo a familias (en las que, por lo general, los abuelos votaron a favor de la salida, y los nietos, por la permanencia), la mía incluida, y dando lugar a los debates más agrios del Parlamento de Reino Unido desde que tengo memoria (nací en 1951), al tiempo que mostrando la fortaleza de la democracia parlamentaria del país.
Decidir un asunto tan complejo como abandonar un bloque económico y político después de 47 años basándose en una pregunta binaria y sin la salvaguarda de un umbral (por ejemplo, un 60 por ciento de síes) fue una locura, y la campaña de mentiras a favor de la salida protagonizada por los políticos demagógicos, con Boris Johnson, actual primer ministro, a la cabeza, una vergüenza. Reino Unido, la patria del fair play, sucumbió a la xenofobia, el patrioterismo y el clasismo de las élites sociales y políticas que infestan otros países europeos.
En abril de 2016, dos meses antes del referéndum, escribí un artículo de opinión para ABC en el que juraba que solicitaría la nacionalidad española si mi país votaba a favor de la salida. Cuatro años después, no he hecho nada al respecto, en parte por pereza, en parte por el papeleo burocrático que supone, y en parte porque la aprobación de la nacionalidad puede tardar el absurdo plazo de tres años, y para entonces vaya usted a saber si todavía estoy en el mundo para disfrutarlo. Además, después de llevar 34 años viviendo en España, de pagar aquí mis impuestos y la Seguridad Social (y tener la intención de recibir mi pensión española a partir de abril), y de ser titular de ese documento verde que dice «residente comunitario con carácter permanente en España», tanto yo como quienes están en mi misma situación no creemos que las autoridades españolas vayan a pedirnos que abandonemos el país.
El duelo por la pérdida de un ser querido es normal y catártico, y una experiencia por la que, antes o después, todos pasamos. También se puede llorar la pérdida de un país, aunque se siga teniendo su pasaporte. No se trata de un duelo clínico, pero no deja de ser una pérdida, la pérdida de lo conocido, del país que creíamos que conocíamos, y de una comunidad a la que pensábamos que pertenecíamos, como era la comunidad europea y los valores que representa.
[Una versión anterior de este texto fue publicada en ABC.]