Había pocas dudas de que las elecciones presidenciales del 2 de junio las ganaría Claudia Sheinbaum, la candidata seleccionada a dedo por el presidente Andrés Manuel López Obrador. Lo que no se esperaba era la magnitud de su victoria. Además de obtener el 59,8% del voto popular, la coalición en el poder superó la mayoría necesaria de dos tercios de los escaños en la cámara baja del Congreso para modificar la Constitución y tan sólo le faltaron tres escaños para conseguir una mayoría similar en el Senado. Sheinbaum tendrá un mandato diáfano al haber obtenido más votos con un mayor porcentaje de participación que López Obrador (AMLO, como es ampliamente conocido) en 2018.
La cuestión subyacente a la que deberá dar respuesta Sheinbaum cuanto antes es si desea liderar un gobierno socialdemócrata o seguir la senda populista marcada por AMLO.
Si así lo desea, la coalición en el poder no tendrá muchos problemas para ganarse el voto de los senadores que le falten para aprobar las modificaciones constitucionales propuestas por AMLO, entre ellas la elección de los magistrados de la Corte Suprema y la anulación de los organismos reguladores independientes. Para Sheinbaum, esta circunstancia es más un problema que una oportunidad. Las perspectivas de implantación de las modificaciones constitucionales y la constitución de un Poder Ejecutivo sin cortapisas suscitaron miedo entre los inversores, por lo que el peso perdió un 8% de su valor frente al dólar en la semana posterior a las elecciones, su caída más pronunciada desde el inicio de la pandemia en 2020. La cuestión subyacente a la que deberá dar respuesta Sheinbaum cuanto antes es si desea liderar un gobierno socialdemócrata o seguir la senda populista marcada por AMLO.
Sheinbaum debe el 100% de su victoria a AMLO, el presidente más poderoso desde Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Salinas se encontró con un México que hasta entonces había vivido encerrado en sí mismo y lo abrió a la globalización al negociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Tras esa apertura llegó la democratización: la victoria de Vicente Fox en 2000 para el Partido Acción Nacional (PAN) puso fin a siete décadas de dominio autoritario del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Algunos segmentos de la economía mexicana han prosperado y se han integrado profundamente con Estados Unidos (EEUU), pero muchos mexicanos tienen la impresión de que no les han llegado muchos de los beneficios de la globalización ni de la democracia liberal. Son quienes conforman el electorado de AMLO.
López Obrador puede gustar o no, pero es un político extremadamente efectivo y ha viajado varias veces, ciudad por ciudad, por todo México. Ha forjado un vínculo inquebrantable con muchos mexicanos de a pie. Durante su presidencia, prácticamente duplicó el salario mínimo y amplió las prestaciones en efectivo para los mexicanos más desfavorecidos. La pobreza cayó un 7% según las estadísticas oficiales.
Sobre el papel, la oposición contaba con una candidata fiable en la figura de Xóchitl Gálvez, una empresaria hecha a sí misma y una política independiente con ascendencia parcialmente indígena. Ahora bien, el lastre del descrédito que acarrean los partidos de su coalición (sobre todo el PAN y el PRI) pudieron con ella. Acabó defraudando y no logró obtener más del 27% de los votos.
Movimiento Ciudadano, un partido de centroizquierda prácticamente nuevo, consiguió el 10,3% y cabe pensar que tendrá un futuro por delante. Sheinbaum no cometió grandes errores y fue ganando confianza a medida que avanzaba la campaña. Su victoria es histórica: se trata de la primera mujer que llega a la presidencia en un país donde el machismo campa a sus anchas.
AMLO ha insistido en que se retiraría y llegó a decir “voy a procurar no molestarla” cuando le preguntaron por Sheinbaum, por lo que la nueva presidenta espera que cumpla su promesa. México no puede estar gobernado por una marioneta. Sheinbaum se ha mostrado leal a AMLO en público, pero sus orígenes políticos son diferentes. Él hizo sus pinitos en política con el PRI como seguidor de Luis Echeverría, un presidente populista de izquierdas (1968-1976). Por encima de todo, es un nacionalista que cree en el control estatal de la energía. Ella proviene de la izquierda dura relacionada con la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y combinó el activismo político con su carrera académica como científica. Es feminista y defensora de la energía verde. Mientras que él es un comunicador nato que marca la agenda política con sus farragosas conferencias de prensa (conocidas como “las mañaneras”), ella se presentó en los últimos seis meses de gobernadora de Ciudad de México como una tecnócrata ducha en la elaboración de políticas. Sheinbaum afirma que quiere ampliar las prestaciones sociales y mejorar la asistencia sanitaria mientras impulsa las inversiones y los negocios privados, en lo que parece a todas luces una agenda socialdemócrata.
Su primer reto, y quizás el mayor que se verá obligada a afrontar, será gestionar su relación con AMLO y con el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), el partido ultra fraccionado creado por el hoy presidente en funciones. El resto de escollos serán la economía, la política fiscal y energética, el crimen, la inseguridad y las relaciones con EEUU. Tomemos como ejemplo la economía: en parte por culpa de la pandemia, la renta per cápita apenas ha crecido con AMLO. Con la reducción de los costes y el acceso prácticamente libre al mercado estadounidense, México se encuentra en una posición inmejorable para sacar partido de la “deslocalización cercana” o nearshoring. Sin embargo, no ha ocurrido gran cosa. Casi toda la inversión extranjera directa que ha recibido México en los últimos tiempos provino de empresas ya establecidas en el país, no de compañías recién llegadas. Los inversores se quejan de que México no puede proporcionarles ni energía barata, ni un suministro fiable de agua ni la seguridad que necesitan. Se debe en parte a que AMLO se decantó por una política energética nacionalista e inmovilista, destinó dinero público a espuertas a Pemex, la ineficiente sociedad estatal de gas y petróleo, y derogó prácticamente en su totalidad la reforma que abría la puerta a la inversión privada en el ámbito de la energía.
En líneas generales, la política macroeconómica de AMLO fue ortodoxa y apostó por la austeridad fiscal (le preocupa la estabilidad del peso), pero el gasto público se disparó justo antes de las elecciones. Las previsiones apuntan a que el déficit fiscal de este año llegará al 5,9% del PIB, el porcentaje más alto desde la década de 1980. Sheinbaum ha descartado las subidas de impuestos inmediatas. Ahora bien, para poder cumplir sus promesas, tendrá que subirlos y/o recortar las transferencias a Pemex.