Lo había dicho ya hace un año y lo ha vuelto a repetir, aún con más rotundidad, el pasado día 10. Angela Merkel ya señaló en mayo de 2017 –tras haberlo constatado en primera persona, tanto en la reunión del G-7 como en la cumbre de la OTAN– que la entrada en la escena internacional de Donald Trump cerraba un largo capítulo de relaciones trasatlánticas, en la medida en que el nuevo inquilino de la Casa Blanca parecía dispuesto a dinamitar la alianza construida desde el final de la II Guerra Mundial. Y ahora, con el añadido de la insensatez que supone la denuncia del acuerdo nuclear con Irán (sin olvidar el proteccionismo a ultranza que tan directamente puede afectar a la economía alemana), ha vuelto a insistir en la misma línea. Una línea en la que también se encuentra el europeísta Emmanuel Macron, desairado tras su tan indisimulado como inútil cortejo para meter en vereda a un arrogante mandatario del que no se sabe si es peor su imprevisibilidad o su ilimitada autoestima.
Trump va a lo suyo, aunque nadie sepa realmente lo que eso significa y aunque por el camino contravenga los verdaderos intereses de su propio país. Pero, visto desde la Unión Europea (UE), lo que sí cabe entender es que en su agenda no está actualmente apostar por una UE fuerte y autónoma. Una UE que, mientras tanto, bascula espasmódicamente entre los sueños fantasiosos –la autonomía estratégica que plantea en su Estrategia Global (junio de 2016)– y la cruda realidad –la dependencia del paraguas de protección estadounidense como garante último de su propia seguridad en un contexto de fragmentación y renacionalización creciente.
La reiteración en la toma de postura de la canciller alemana tiene, al menos tres significados. En primer lugar, muestra la intención de Berlín de erigirse en portavoz de la Unión, transmitiendo una opinión seguramente mayoritaria pero no unánime. Y esto último no solo deriva de la tradicional posición excéntrica de Londres con respecto a la profundización de la unión política, actuando como un constante freno para impedir la concreción del sueño de los padres fundadores, sino también de la gratitud interesada de buena parte de los países del centro y este de Europa que siguen viendo a Washington (mucho más que a Bruselas) como su verdadero baluarte frente a Rusia. Esa realidad, aunque Gran Bretaña esté ya en rumbo de salida, debilita la aspiración alemana, sin olvidar el efecto negativo que aún resuena en muchos países comunitarios cuando oyen hablar de un posible “liderazgo alemán”, sea en el terreno económico o, mucho más aún, en el político.
En segundo lugar, muestra la creciente inquietud que supone un personaje de la catadura de Trump. Visto desde el continente europeo es evidente que decisiones suyas, como la inminente apertura de la embajada en Jerusalén, la abierta guerra comercial o el abandono del acuerdo nuclear con Irán, afectan muy directamente a sus intereses y seguridad. Es inmediato constatar que Trump no solo no ha tomado en cuenta ese factor en ningún momento, sino que está dispuesto a emplear sus ingentes medios para presionar a la UE –tanto a los gobiernos nacionales como a las instituciones y a las empresas comunitarias–, conminándole a seguir su senda en asuntos en los que las posiciones de partida y los intereses en juego no son necesariamente coincidentes.
Pero en tercer lugar, y eso es lo más preocupante, repetir nuevamente lo ya dicho un año antes deja a las claras la falta de voluntad política de los miembros de la Unión, empezando por una Alemania que acaba de anunciar una reducción en su presupuesto de defensa, para concretar con hechos esa necesaria autonomía estratégica. De momento, y por mucho que se haya activado ya desde diciembre pasado la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO), la Unión sigue muy lejos de ser un actor con voz única en el concierto internacional. Es obvio, y el ejemplo británico es el caso más llamativo, que para dar los pasos que lleven hasta ese punto no ha sido suficiente la percepción de que ninguno de los Veintiocho dispone de medios suficientes en solitario para hacer frente a las amenazas y riesgos a los que nos enfrentamos en este complejo y globalizado mundo. Tampoco lo ha sido el efecto de una brutal crisis económica, que ha obligado a reajustar recursos y que ha mostrado la necesidad de sumar fuerzas para atender a tareas que antes podían asumir individualmente los diferentes gobiernos nacionales. Y lo mismo cabe decir del creciente desafío que supone una Rusia crecida, cada vez más experta en aprovechar las disensiones de los Veintiocho, y hasta de la anunciada salida británica del club.
Queda por ver ahora si, a falta de convicción propia, habrá que “agradecer” a Trump que termine por activar la voluntad política de unos gobiernos (y unas sociedades) que parecen moverse más por condicionantes externos. Y también habrá que ver si Merkel se contenta con ser solo portavoz del descontento y ansiedad comunitarios, atrapada en su papel austericida, o confía plenamente en el proyecto comunitario y da pasos efectivos para evitar que la Unión de pierda definitivamente el tren.