En estas fechas tan aciagas en todo el planeta, un fantasma recorre Mercosur y no es precisamente el del comunismo, recordando a Marx y Engels en su Manifiesto de 1848. El fantasma que hoy se pasea por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, los miembros del Mercosur, está ornado con los virus de la división y el nacionalismo y es una gran amenaza para su continuidad.
Cuando en 1985 los presidentes Raúl Alfonsín y José Sarney firmaron la declaración de Foz de Iguazú sentaron las bases de lo que, seis años después, sería Mercosur, tras la incorporación de Paraguay y Uruguay. Este bloque de integración regional sirvió para limar desconfianzas tradicionales entre vecinos y fue visto con gran esperanza en Europa y otras partes del mundo. Si bien la falta de ambición y los condicionantes nacionalistas presentes en las sociedades fundadoras dificultaron avances significativos en la construcción de una integración profunda, se dieron pasos importantes en la buena dirección.
Más allá de las dificultades y las diferencias políticas e ideológicas entre sus gobiernos, Mercosur logró mantener su rumbo, hasta que en el siglo XXI se impuso la visión “bolivariana” de la integración y su rechazo al libre comercio, al que negaba un rol determinante en la convergencia regional. A partir de 2008, los cuatro países de Mercosur tuvieron gobiernos “progresistas”: Cristina Kirchner; Lula da Silva y Dilma Rousseff; Fernando Lugo; y Tabaré Vázquez y José Mujica. Paradójicamente fue entonces, cuando más se hablaba de las ventajas de una integración facilitada por la mayor sintonía política e ideológica entre los gobiernos, cuando se sentaron las bases de la actual división.
Más allá de la convergencia política en un club donde todos hablaban un mismo idioma, y se beneficiaban de la llegada ingente de recursos gracias a las exportaciones de materias primas, los presidentes implicados no supieron o no quisieron fortalecer a Mercosur. En su lugar, optaron por anteponer el llamado diálogo político y la cooperación a la economía y el comercio, lo que finalmente no dio grandes resultados. Incluso en algún momento se optó por la frivolidad, como al incorporar de manera plena a Venezuela, sin ninguna discusión profunda, ni estudios sobre su impacto ni, más grave aún, sin que Caracas adaptara su legislación al acervo del bloque regional.
Las dificultades de entonces para avanzar reemergen en medio de la crisis del COVID-19. Hoy son más necesarias que nunca las respuestas de conjunto y la integración regional. Es verdad que las diferencias entre gobiernos y el auge nacionalista eran previos a la pandemia, pero ahora están más vigentes que nunca. El fenómeno se observa más intensamente en los dos países mayores, y menos en los dos pequeños.
El triunfo de Jair Bolsonaro fue un baño de agua fría para el futuro de Mercosur. La noche de la victoria electoral, el futuro súper ministro económico, Paulo Guedes, dijo que Mercosur no sería “prioritario”, al ser un bloque “muy restrictivo, donde “Brasil quedó prisionero de alianzas ideológicas”, algo “malo para la economía”. Pese a matizaciones y rectificaciones posteriores, el daño estaba hecho. El triunfo de Alberto Fernández ahondó la grieta entre ambos. La falta de entendimiento entre los presidentes, llevada incluso a algunos niveles inferiores, agravó las cosas.
Hasta entonces, y desde la perspectiva argentino-brasileña, Mercosur no fue, según Federico Merke y Oliver Stuenkel, “ni una integración profunda como la que se dio entre Alemania y Francia… [ni] un contrato acotado, como entre Canadá, EEUU y México. Más bien, fue una asociación estratégica en la que la política exterior de seguridad y comercial de uno comenzó en la relación con el otro, para luego ir ampliando los círculos de inserción internacional respetando, cada uno, las prioridades o los sesgos del otro, pero siempre volviendo al diálogo bilateral como punto de partida… Hubo poca integración, bastante concertación y mucha paciencia, según se alternaron en sus crisis. Así sucedió entre Raúl Alfonsín y José Sarney, entre Carlos Menem y Fernando Henrique Cardoso, entre Luiz Inácio Lula da Silva y los Kirchner… Argentina y Brasil querían fortalecer su soberanía, no delegarla. Querían proteger sus industrias y el empleo, no el libre comercio. Y buscaron “asegurar la democracia para ellos y para la región”.
En este contexto, la decisión argentina de retirarse de las negociaciones en marcha para cerrar tratados de libre comercio (TLC) con Corea del Sur, Canadá, India, Singapur y el Líbano es una seria amenaza para Mercosur. Si bien se han dejado al margen los acuerdos con la UE y la EFTA, la decisión de levantarse de una mesa donde se tiene poder de veto resulta incomprensible, de no ser por condicionantes de la política nacional. Actualmente, el mayor aperturismo brasileño, que sintoniza mejor con Uruguay y Paraguay, es contradictorio con el proteccionismo argentino. Así y todo, el riesgo del maximalismo puede ser perjudicial para los dos gigantes del bloque. No solo para los intereses de Mercosur, sino también para los propios intereses nacionales.
Jair Bolsonaro actúa de esa manera porque piensa que así puede mantener su alianza preferencial con Trump mientras fideliza a sus votantes más radicalizados. Alberto Fernández, que gobierna con una compleja alianza con el kirchnerismo, llega al mismo punto desde un doble error: pensar que la industria nacional y el proteccionismo salvarán a Argentina de la crisis, y creer que hoy América Latina es la misma que cuando estaban Chávez, Lula, Evo y Correa. De ahí su adscripción al progresismo y al Grupo de Puebla.
En principio, tanto por su menor tamaño como por su debilidad económica, Argentina es quien más sufriría la ruptura de Mercosur, sin olvidar su comprometida situación en la negociación de su deuda. Sin embargo, en el contexto internacional de enfrentamiento entre EEUU y China y de la crisis económica, recesión incluida, producto del COVID-19, todos los países del Mercosur, comenzando por los dos más grandes, tienen mucho que perder.
Es previsible que en el mundo post-pandemia, el enfrentamiento entre EEUU y China arreciará y que las presiones de uno y otro por fidelizar a los restantes actores internacionales aumentarán. Dentro de Mercosur sería más fácil resistirlas que de forma aislada. Por otra parte, se incrementará la competencia por las ayudas internacionales, así como la lucha por los mercados para las exportaciones en medio de un creciente proteccionismo.
El escenario en América Latina y en Mercosur ayuda poco o nada a la cooperación y a la coordinación intergubernamental. La fragmentación y la heterogeneidad impiden arribar a mínimos consensos en materia regional e internacional, comenzando por Venezuela. Dentro de Mercosur ocurre lo mismo. Por no haber, prácticamente no ha habido ninguna iniciativa para impulsar medidas comunes o compartir experiencias ante el coronavirus. Hasta ahora han predominado la división y el nacionalismo, un pésimo camino para profundizar en la integración regional, como proclaman algunos sin demasiada convicción. De continuar Argentina y Brasil por el camino del enfrentamiento, el futuro de Mercosur pasaría por la desaparición o, más bien, por la irrelevancia.