Como si fuese un pastel al que únicamente le faltara esa guinda, ayer fueron muchos los medios de comunicación occidentales que se ocuparon de destacar que, por fin, las mujeres saudíes ya pueden conducir legalmente un vehículo. Y eso ocurre, al mismo tiempo que Arabia Saudí queda eliminada sin pena ni gloria del campeonato mundial de futbol y, sobre todo, cuando se cumple un año (21 de junio de 2017) de que MbS (Mohamed bin Salman) añadiera a su cargo de ministro de defensa y de máximo responsable del Departamento de Asuntos Económicos y de Desarrollo –que incluye la última palabra en los asuntos de la compañía nacional de petróleo– el de príncipe heredero.
Deberíamos no dejarnos llevar por ningún tipo de exotismo al analizar noticias de este perfil. En primer lugar, el régimen saudí se ha preocupado explícitamente de dejar claro que no se trata del reconocimiento de ningún derecho sino tan solo de una concesión real. Una concesión puntual que no cuestiona en absoluto el mantenimiento de una tutela de los hombres sobre unas mujeres que siguen siendo vistas como criaturas inmaduras y peligrosas por definición. Unas mujeres, por otro lado, que apenas suponen el 10% de la fuerza laboral de un país con 33 millones de habitantes. Un país, asimismo, que figura siempre en lugares destacados por el alto número de sentencias de muerte ejecutadas, por el sostenido apoyo a la visión más rigorista del islam suní (tanto dentro como fuera de sus fronteras), por la injerencia en los asuntos internos de muchos otros países (sin recibir las mismas críticas que, con razón, se suelen aplicar a Irán) o por el desprecio del derecho internacional (sirva Yemen de un ejemplo más entre tantos).
Es por eso por lo que destacar en términos positivos lo que simplemente pone fin a un anacronismo inaceptable resulta hasta frívolo. Y no porque la medida en sí no sea positiva, sobre todo para las ninguneadas mujeres saudíes, sino porque se enmarca en un contexto de recalcitrante machismo apenas retocado y, más aún, porque oculta el pésimo balance de un régimen y un gobernante como MbS que, un año después de haberse convertido en el factótum de la Casa de los Saud, apenas puede presentar resultados que confirmen el perfil de supuesto reformista de un régimen tantas veces criticado, sin paliativos, como negativo.
Obviamente no cabe anotar todo ese cúmulo de rasgos distintivos en el balance personal de MbS, pero su afán de protagonismo hace que sobre él recaiga inevitablemente la mayor parte de la carga. Fue él quien se empeñó, en marzo de 2015, en lanzarse a una aventura bélica en Yemen que solo ha servido para ahondar la crisis humanitaria y política en ese empobrecido país, al tiempo que irremediablemente ha cuestionado su papel como ministro de defensa, al no haber logrado ni uno solo de sus objetivos (sea pacificar su frontera sur, colocar en Saná a un aliado fiel o eliminar la amenaza de los movimientos yihadistas que allí operan). Por el camino también ha hecho aún más visible que Arabia Saudí no cuenta con unas fuerzas armadas capacitadas para liderar la pacificación del Golfo (lo que hace aún más gaseosa la propuesta de una “OTAN islámica”) y que, por si quedaba alguna duda, los derechos humanos y el respeto a las normas de la guerra no están en la agenda del régimen.
También fue MbS quien impulsó el boicot a Qatar, en un intento por cerrar filas entre los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo frente a la emergencia de Irán como competidor regional, cuando ya se vislumbra un nuevo escenario de confrontación en el que confluyen los intereses de Washington, Tel Aviv y Riad. Hoy parece claro que no ha logrado doblegar a Doha, lo que directamente debilita sus aspiraciones de liderazgo, no solo frente a sus vecinos sino también a los ojos de Washington.
Volviendo a casa, tampoco ha conseguido convencer a nadie de que su decisión de encerrar a un buen puñado de notables en un hotel-prisión haya sido un gesto de decidida lucha contra la corrupción, sino más bien una señal de prepotencia de un líder en ascenso que trata de cortar las alas a cualquier potencial crítico o competidor. Del mismo modo, con su vistoso jugueteo liberalizador –sea la apertura de cines, la organización de conciertos musicales o, ahora, la autorización a las mujeres para conducir coches– solo puede recibir el aplauso de sus acólitos o subordinados en su pretendido afán reformista. Y esto es así no solo porque es fácil adivinar que tras algunas de esas llamativas decisiones no está tanto su deseo de contentar a su joven población –aunque no pierda de vista esa variable para ganarse adeptos a su causa–, como su plan de quebrantar el poder que ha acumulado el clero wahabí a lo largo de décadas.
A eso se une –como queda de manifiesto en la Visión 2030– la necesidad de mirar más allá del petróleo en un mundo que está ya en pleno proceso de transición hacia un nuevo modelo energético. Pensando en su próximo reinado, MbS necesita modificar las bases de un sistema económico que hace aguas en un escenario interno de creciente descontento social. Pero, hoy por hoy, no parece tan cercano el momento en el que el reino deje de ser una economía de monocultivo y en el que su población pueda gozar de plenos derechos.
Mientras tanto, nos encontramos ante la aparente paradoja de que el supuesto reformador es el mismo que encarcela a los reformistas (mujeres, clérigos, periodistas) que deberían servir como motores del cambio.