Theresa May pronunció el martes 17 de enero su esperado discurso sobre el Brexit. Y no defraudó las expectativas que había despertado entre detractores y partidarios. Su mensaje aporta alguna certeza –en especial, la renuncia al Mercado Interior y la aceptación de que se votará el acuerdo en el parlamento de Westminster– y un poco de sustancia en la hoja de ruta que Londres desea recorrer, con 12 puntos que descienden a detalles tan concretos como el problema de la frontera entre las dos Irlandas.
La primera impresión que dejan las palabras de May a los más europeístas es, como era de esperar, la de tristeza. Es la expresión utilizada por el presidente del Consejo Europeo. Tristeza ante la evidencia irreversible de que Londres ha decidido romper todos los lazos institucionales con la UE (las cuatro libertades comunitarias, la jurisdicción del Tribunal de Justicia y las aportaciones al Presupuesto europeo) y que el futuro tendrá que resolverse negociando ámbito a ámbito. Hay, además, indignación por las no demasiado veladas amenazas hacia la UE si desde el continente se pretende castigar a su país en esa negociación. La mayor parte de la prensa británica alaba hoy ese tono de firmeza y no ha faltado el tabloide superventas que abre en portada calificando de nueva “dama de hierro” a quien hasta ahora era sólo frágil líder.
“Si las relaciones se enconan, las bazas negociadoras que tiene Londres son bastante limitadas”
Pero puede que el hierro empleado ayer por la primera ministra sea sólo envoltorio. Una especie de guante aparentemente robusto que apenas puede disimular la debilidad de la seda o de cualquier otro material poco apto para una negociación agria.
Lo cierto es que, si las relaciones se enconan, las bazas negociadoras que tiene Londres son bastante limitadas y apelar a ellas, además, tiene fuertes contraindicaciones. Hasta el momento se han planteado básicamente tres: (1) establecer una especie de paraíso fiscal que atraiga empresas desde el continente; (2) endurecer de manera unilateral la situación de los europeos que ya residen en Reino Unido; y (3) aprovechar la llegada a Washington de un presidente hostil a la UE para marginarla.
En Bruselas y las demás capitales nacionales hay suficiente agudeza para percibir que la situación de las cuentas públicas británicas impide una bajada radical de impuestos que fuese, por un lado, capaz de seguir proveyendo servicios públicos y, por otro, suficientemente atractiva para compensar los costes extra que supondría para las empresas deslocalizarse y tener que pagar aranceles. También se sabe que el mercado laboral británico, con un desempleo inferior al 5%, no puede prescindir de la mano de obra europea allí presente –en tantísimos trabajos cualificados o no– y que los residentes o transeúntes británicos en el resto de la UE también se cuentan por cientos de miles, cuando no millones. El recurso a la nueva Casa Blanca, por último, es muy aparente pero tiene recorrido limitado: como subrayaba la propia May cuando hacía campaña a favor del Remain, solo la suma del tráfico comercial con tres pequeños Estados miembros vecinos (Irlanda, Bélgica y los Países Bajos) es equivalente al que representa todo EEUU. Si se suman Francia y Alemania sube ya al doble, y si se añaden todos los demás, entonces la relación del Reino Unido con la UE más que triplica el tamaño de su comercio transatlántico.
Pero es que, además, en caso de emprender cualquiera de esos senderos, Londres estaría ayudando de forma impagable a la otra parte. Lo haría al enfadar a los 27 y alejar por tanto el fantasma de la fragmentación, la tradicional vulnerabilidad europea. Facilitar el cierre de filas es, incluso por encima de lo antes mencionado, el gran efecto secundario contraindicado de una actitud demasiado beligerante. Y a eso hay que sumar la debilidad política interna, no sólo por el impacto en el amenazante independentismo escocés sino porque, según las últimas encuestas, aunque un 40% apoya el hard Brexit, aún hay un 25% a favor de permanecer y otro 25% que prefiere la opción blanda.
“Muchos prefieren abordar una negociación con la certeza de que no se va a pretender cuestionar la integridad de las cuatro libertades de movimiento”
Con todo, hay que decir que la opción por una salida dura –es decir, sin Mercado Interior– confirmada ayer por May sentó mucho peor a los muchos europeístas que quedan en el Reino Unido que a los de fuera. En el resto de países miembros, más allá del disgusto inicial (que no se produjo ayer sino el 23 de junio), muchos prefieren abordar una negociación con la certeza de que no se va a pretender cuestionar la integridad de las cuatro libertades de movimiento. Se agradece que se disipe la idea de una complejísima pertenencia a medias que cuestione valores fundamentales del proceso de integración. Una posibilidad que –como ya se demostró en febrero pasado cuando se debatía el acuerdo con Cameron– puede resultar mucho más dañina que el Brexit, incluso en su peor versión, para los que de verdad creen en la unión cada vez más estrecha.
También hay que reconocer que otros pasajes del mensaje de May fueron positivos. Es verdad que las irritantes declaraciones euroescépticas de Trump del día anterior, ayudaron a que la primera ministra tuviese, por contraste, tono conciliador. Pero no ha sido mera cortesía, en el contexto de crecimiento de los populismos eurófobos y con importantes elecciones este año, declarar su deseo de que la UE sea un éxito y el propósito de no socavarla. Es más, incluso adelantó una solución satisfactoria para la UE en uno de los terrenos más delicados: el reconocimiento del statu quo mutuo para los ciudadanos europeos y británicos que ahora residen en uno u otro lado.
La verdad es que es inimaginable un desenlace a largo plazo que no sea el de una estrecha relación entre ambas partes. Y, por supuesto, cuando se haya consumado la retirada y el Reino Unido tenga su propia política comercial, tiene sentido concebir un acuerdo ambicioso en bienes y servicios allí “donde sea posible”, por usar el matiz realista que la primera ministra aceptó introducir ayer en su discurso. Porque, en efecto, en muchos casos no será posible.
Por lo que respecta al corto y medio plazo, el tono constructivo sobre una futura asociación estratégica entre vecinos es fácil de mantener allí donde claramente existen sumas positivas (cooperación en seguridad, valores compartidos en la acción exterior, y cooperación en ciencia y tecnología). Pero, de nuevo, cuando se trata de la “transición ordenada” en el terreno económico surgen las tensiones y los nervios entre ganadores o perdedores si las cosas se tuercen.
Justo es ahí cuando el discurso de ayer se aparta del deseo de sintonía y adopta ese tono de hierro antes aludido. Un estilo intimidatorio y condescendiente que se permite advertir a los líderes europeos sobre el daño que causarán a los “exportadores alemanes, los agricultores franceses y los pescadores españoles”. Una metáfora, por cierto, que puede criticarse por estereotipada pero que, sin embargo, es perfecta para mostrar que una cosa es lo que Londres quiera y otra lo que pueda conseguir. Fueron “pescadores españoles” instalados como armadores en el sur de Inglaterra a finales de los 80 los que consiguieron (en el caso Factortame) que, por primera vez en la historia británica, se anulase una ley aprobada en el Parlamento que justo pretendía impedir los perjuicios concretos del derecho de establecimiento.
Porque, al final, ese es el auténtico mensaje. El Reino Unido empezó a enseñar ayer sus cartas, pero la partida que ahora empieza tiene dos jugadores y uno de ellos tiene mejor baza y menos prisas.