El 14 de junio de 1920 falleció en Múnich Max Weber, un gran sociólogo y politólogo que vivió la transición entre dos épocas, la del paso del Imperio autoritario alemán a la República de Weimar, y aunque su muerte se produjo durante el incierto y convulsivo período de la posguerra alemana, supo prever la tragedia que se cerniría años después sobre su país. Es muy recomendable la lectura de una conferencia suya pronunciada en Múnich el 28 de enero de 1919, editada pocos meses después bajo el título de La política como profesión. Es un clásico del pensamiento político, valioso para la reflexión de estudiosos e incluso de políticos, que quizás no se sientan a gusto con unas páginas que les interpelan, y no siempre en términos complacientes.
Toda lectura de un clásico del pensamiento es doble, la aplicada a su época y la que se relaciona con el momento actual. Pero incluso en lo referente a la historia, este texto no deja de tener vigencia. La derrota alemana en 1918 y el ejemplo triunfal de la Revolución rusa alimentó en algunos líderes políticos la idea de una revolución que traería un orden nuevo. Había que hacer tabla rasa del pasado y construir un Estado socialista. Políticos como Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht habían sido militantes de la socialdemocracia alemana (SPD), pero ninguno de ellos quería sustituir el viejo Reich por una república burguesa. No querían para la patria de Marx y Engels la vía intermedia del parlamentarismo. No aspiraban a ser los mencheviques de una democracia burguesa, pues patrocinaron la llamada revolución espartaquista. En su conferencia Weber no dejó de denunciar la actitud de ambos políticos. Al empeñarse en jugar con fuego y anteponer sus convicciones ideológicas a la situación real alemana, obtendrían un resultado contrario al que esperaban. Eso era lo que había sucedido unos días antes de la conferencia de Weber, pues fueron asesinados tras el fracaso del levantamiento espartaquista en Berlín. Desgraciadamente los problemas para Alemania no terminaron allí. Max Weber intuyó que el fracaso de la revolución traería como consecuencia el triunfo de la reacción, de un nacionalismo exaltado que superaría con creces al existente antes de la Primera Guerra Mundial. En efecto, la revolución y la reacción se llevarían por delante la República de Weimar, la vía intermedia para Alemania que defendían intelectuales como Weber, que fue invitado a formar parte de la comisión interministerial que preparaba un anteproyecto de constitución para Alemania. Nuestro autor también estaba entre los impulsores de un partido de corte liberal, el Partido Democrático Alemán (DDP).
Las reflexiones de Max Weber le hacían incapaz de comprender la actitud del ala izquierda de la socialdemocracia, según afirma en su conferencia. Presa de sus postulados ideológicos, esta izquierda parecía preferir que la guerra se prolongara por más años hasta que se produjera el estallido revolucionario a la llegada de la paz sin revolución alguna. Al final Weber no encontraba mucha diferencia, aún a costa de incomodar con su opinión, entre los ideólogos bolcheviques y espartaquistas, y los partidarios de cualquier dictadura militar. Les reprochaba su falta de flexibilidad, en definitiva, de responsabilidad. ¿Qué diferencia existía entre los partidarios de la violencia que traería el final de toda violencia, y los partidarios de la guerra que pondría final a todas las guerras? Además, a Max Weber no le convencía en absoluto el argumento de que unos tenían intenciones más nobles que otros. Por lo demás, ha sido frecuente hacer una crítica de la diferencia entre la ética de convicción y la ética de responsabilidad en el pensamiento de Weber. Algunos no la han comprendido y la han despachado con las consabidas objeciones de cinismo y pragmatismo, pues equivaldría a hacer dejación de los propios principios. No han sabido, o querido, darse cuenta de que el reproche de Weber a las convicciones no es a la existencia de las mismas sino al hecho, por desgracia frecuente, de elevarlas a la categoría de dogmas de una religión laica, ajena al contraste con la realidad.
Por otra parte, Max Weber escribe para los políticos de todos los tiempos. Hay que estar de acuerdo en su afirmación de que ni los mejores ideales ni las mejores intenciones son capaces de eliminar la naturaleza trágica de la política. No menciona el autor a los trágicos griegos o a Shakespeare, que comprendieron esto antes que él, pero lleva razón, pese a que una gran mayoría de políticos no quieran enterarse, sobre todo aquellos que, según Weber, aspiran a vivir de la política, y no tanto a vivir para la política. A partir de ahí hace una certera observación histórica: la mayoría de los diputados de la Asamblea Constituyente durante la revolución francesa eran juristas que antes desempeñaban oscuros trabajos burocráticos, y un buen número de parlamentarios de la socialdemocracia alemana, con una notable representación en el Reichstag antes de 1914, se había curtido en las batallas del periodismo político. Esos antecedentes podrían explicar su paso al estatus de políticos profesionales. El político profesional se consolida con el triunfo de la democracia, aunque paradójicamente la política partidista y el parlamentarismo conocerán un progresivo distanciamiento. En efecto, cobrarán decisiva importancia las asambleas de los miembros del partido y la elección de los delegados con representación en los sucesivos congresos, pero en realidad serán los dirigentes, el llamado aparato del partido, los que lleven la voz cantante e impongan su voluntad a los representantes parlamentarios. Max Weber lo explica con precisión, con ejemplos históricos de Gran Bretaña y Alemania a finales del siglo XIX, y a día de hoy las cosas no han cambiado demasiado.
Quizás la observación más interesante de Weber en su conferencia se refiere a las cualidades que debe reunir un político. En primer lugar, está la pasión. No es nuestro autor tan racionalista que crea que la política es mera cuestión de cabeza, aunque tampoco confunde la pasión con una excitación estéril. De hecho, hace un demoledor análisis de la revolución como “un romanticismo que camina hacia el vacío y sin ningún sentido de la responsabilidad de las cosas”. Sin embargo, para ser político tampoco basta con la pasión. Hay que mantener un cierto distanciamiento, estar a la altura de la realidad, pero no fuera de órbita. Otra observación, todavía muy vigente, es el consejo de Weber al político para que vea dentro de sí mismo a un enemigo muy habitual, pues es demasiado humano: la vanidad. La vanidad es frecuente en los círculos intelectuales, si bien es relativamente inocua pues no perjudica demasiado a su actividad. En cambio, la vanidad puede ser un enemigo que haga mucho daño a la causa defendida por el partido. Es otro ejemplo de la ausencia de una ética de responsabilidad, y esto arrastra al político al peligro de convertirse en un actor y a preocuparse de continuo por la “imagen”. Es el resultado de una vanidosa complacencia en el sentimiento de poder, en una adoración del poder por el poder.
Hay que coincidir con Max Weber en que la política es una tragedia, en la que se produce la ascensión y caída de los líderes, pero es una tragedia en el peor de los sentidos para todo aquel político que elude la ética de la responsabilidad.