Al igual que ocurre hoy prácticamente con cualquier asunto de la realidad internacional que no esté directamente conectado con la pandemia del coronavirus, la muerte de Abdelmalek Droukdel ha pasado prácticamente desapercibida. Pero el bajo perfil mediático de su eliminación también puede interpretarse como una señal de que, al igual que ocurrió con la eliminación de Osama bin Laden o de Abubaker al-Bagdadi, la experiencia acumulada nos hace ver que la desaparición de líderes tan destacados apenas afecta a la capacidad letal de los monstruos que han creado.
En el caso concreto de Droukdel, experimentado yihadista con un largo recorrido desde Afganistán hasta hacerse con el liderazgo de al-Qaeda en el Magreb islámico (AQMI), su muerte el pasado 3 de junio incluso ha sido presentada como una victoria. Una valoración un tanto grandilocuente cuando se toma en consideración que en 2019 se registraron más de 4.000 muertes violentas en el Sahel occidental y que, el mismo día de su eliminación en el norte de Malí, se dio a conocer la muerte de más de 30 civiles en el centro del país, mientras decenas de miles de personas se manifestaron en Bamako contra el presidente Ibrahim Boubacar Keita.
Sin negar importancia alguna al descabezamiento de un grupo terrorista como AQMI, lo que en el mejor de los casos solo supondrá un limitado paréntesis hasta la confirmación de un nuevo líder, basta con recordar que el yihadismo en la región está aumentando incluso más desde el estallido de la pandemia. En la zona se mueven dos considerables entramados yihadistas. Por un lado, destaca la presencia desde 2017 del Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes (Jamā’at Nuṣrat al-Islām wa-l-Muslimīn, o JNIM), liderado por el tuareg de la etnia ifogha Iyad Ag Ghali. En su seno se integran Ansar Dine (creado en 2012 por el propio Ag Ghali), la katiba Macina (creada en 2015 por el predicador peul Amadou Koufa) y AQMI (encabezada hasta ahora por Droukdel). Por otro, Daesh ha logrado también consolidar una presencia propia a partir de la franquicia liderada por un antiguo miembro del Frente Polisario y líder en su día de Muyao, Adnan abu Walid al Saharaoui, conocida como Estado Islámico del Gran Sahara, muy activa en la confluencia de las fronteras entre Malí, Burkina Faso y Níger, y con vínculos reconocidos con el grupo nigeriano Wilayat al Sudan al Gharbi (escisión del antiguo Boko Haram, ligada a Daesh).
Frente a la considerable amenaza que estos grupos representan –con unos efectivos totales estimados en más de 6.000 combatientes y que actualmente también se enfrentan violentamente entre ellos en pugna por el liderazgo del yihadismo regional–, la respuesta principal ha sido casi exclusivamente militar. En un esfuerzo reactivo de múltiples motivaciones, en la región confluyen hoy los alrededor de 15.000 efectivos de MINUSMA (Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en Malí) con los 5.000 de la G5 Sahel (creada en 2017 –con aportaciones de Burkina Faso, Chad, Mauritania, Malí y Níger– como una evolución natural de la Fuerza Multinacional Conjunta, en la que se integraban fuerzas de Benín, Camerún, Chad, Níger y Nigeria y que, el pasado 3 de junio, acaba de estrenar su nuevo cuartel general en Bamako, financiado por la Unión Europea, tras la destrucción en 2018 del que se localizaba en Sevare). A ellas hay que añadir, obviamente, las siempre limitadas fuerzas armadas de los países ubicados en la región, sobre las que recaen acusaciones cada vez más serias sobre su escasa sensibilidad con respecto a los derechos humanos, y su participación directa en masacres contra civiles indefensos.
En el mismo capítulo de perfil militar hay que incluir a los distintos programas de instrucción de fuerzas armadas locales y de asesoramiento a los ministerios de defensa en el intento por mejorar la operatividad de sus unidades. En ese terreno hay que citar los programas desarrollados por países como Estados Unidos y algunos europeos, tanto unilateralmente como en el marco de operaciones multilaterales, como EUTM Malí (European Union Training Mission Mali), EUCAP Sahel Malí (European Union Capacity Building Mission Sahel Mali) o EUCAP Sahel Níger (European Union Capacity Building Mission Sahel Niger). Mención aparte merece la implicación militar de Francia cada vez más contestada en la región con la operación Barkhane, en la que despliega unos 5.000 efectivos junto a los que aportan otros países europeos y africanos, y que a partir de este verano será complementada por la operación Takouba.
Por último, la propia Unión Africana lleva tiempo reiterando sus llamamientos a los países miembros para que se impliquen más en la respuesta militar a la amenaza yihadista. Hace apenas tres meses, el presidente de la Comisión de la UA, Moussa Faki Mahamat, recordaba en la Cumbre de la organización que “el continente no ha mostrado solidaridad con sus hermanos y hermanas del Sahel”, al tiempo que reclamaba la puesta en marcha de una fuerza africana, con unos 3.000 efectivos durante un periodo de seis meses, para su despliegue en la región. Una fuerza que nunca ha llegado a organizarse, lo que se suma a la inactividad de una Fuerza Africana de Reserva, operativa desde 2016, pero que nunca ha sido desplegada en la práctica.
Frente a ese sostenido esfuerzo militar, y a pesar del escaso resultado cosechado a lo largo de estos últimos años, sigue brillando por su ausencia un empeño nacional y multilateral, al menos similar, en el terreno del desarrollo social, político y económico para atender a las causas estructurales que alimentan el yihadismo (añadido a otros tipos de violencia local no menos preocupantes). Nunca se terminará con esa violencia por vía policial o militar. Incluso la fuerza G5 Sahel parece consciente de ello, y de ahí que su lema sea “Seguridad y Desarrollo”. Pero no parece que ni sus promotores ni sus responsables hayan aprendido aún que seguridad es algo más que medios militares, y que desarrollo es mucho más que cheques en blanco para comprar voluntades.