Las armas no pueden ser el principal camino para un mundo más justo, más seguro y más sostenible. Aun reconociendo el derecho de todo Estado a la defensa y la necesidad de unas fuerzas armadas como instrumento principal de disuasión y de castigo de último recurso, la carrera armamentista en la que de nuevo estamos sumidos resulta una vía equivocada tanto para defender los intereses propios, como para resolver las diferencias que puedan surgir con otros en el escenario internacional. Buena prueba de esa perversa tendencia es que en 2018, y por quinto año consecutivo, el gasto militar mundial volvió a aumentar hasta los 1,7 billones de dólares. Simultáneamente, según los datos más recientes del SIPRI, el comercio mundial de armas en el periodo 2014-2018 aumentó un 7,8% con respecto al quinquenio anterior.
A pesar de tantas pruebas históricas en contra, son muchos los que aún hoy siguen cayendo en la tentación de apostar por dotarse de más y más armamento, como si eso les hiciera sentirse más seguros. Al igual que ocurre con los economistas que tienden a creer que todos los problemas tienen una causa y una solución económica, son muchos los gobernantes que siguen cayendo en el error de creer que cuantas más armas tengan más seguros están, desentendiéndose de la percepción de amenaza que eso pueda suponer para los vecinos y despreciando cualquier otro instrumento a la hora de defender sus intereses. Sirvan como ejemplos más visibles de ello tanto Estados Unidos como Arabia Saudí.
En el caso de Estados Unidos el problema es doble. Por un lado, no solo sigue siendo el principal exportador mundial de armas, sino que aumenta su presencia en dicho mercado, absorbiendo ya el 36% del mercado planetario en el periodo 2014-2018 (frente al 30% del periodo 2009-2013), dejando a Rusia en segunda posición, con un 20% del total. A sus reticencias con el Tratado de Comercio de Armas (2014), por temer que su estricto cumplimiento podría hacer peligrar sus relaciones de suministro a algunos clientes problemáticos, se une ahora un gobierno que no tiene reparos en abandonar acuerdos como el INF, de armas nucleares de alcance intermedio, y que plantea sacar las armas ligeras y pequeñas del control del Departamento de Estado para transferir su control al de Comercio, con el único fin de sacar adelante operaciones que, de otro modo, probablemente nunca serían aprobadas.
Por otro lado, Donald Trump acaba de presentar su propuesta de presupuesto para el próximo año fiscal, planteando un incremento del 4,7% para el Pentágono. Si finalmente logra sacar adelante su propuesta el presupuesto de defensa alcanzaría los 750.000 millones de dólares, a lo que todavía habría que sumar los fondos destinados a las distintas agencias de seguridad o a la NASA.
Por su parte, Arabia Saudí acaba de desbancar a India como el mayor importador mundial de armas, con un crecimiento en el periodo 2014-2018 del 192% con respecto al lustro anterior. Sin disculpar en ningún caso el militarismo de Nueva Delhi –por mucho que trate de justificar su comportamiento como una obligada reacción a las crecientes tensiones con China y Pakistán–, basta con recordar que tiene alrededor de 1.300 millones de habitantes, mientras que no hay más allá de 32 millones de saudíes. En cualquier caso, lo más chocante del caso saudí es que, a pesar de esa desproporcionada apuesta por dotarse con todo tipo de armas, lo que tiene Riad como conclusión no son unas fuerzas armadas operativas y resolutivas, sino más bien el mejor museo militar del planeta. En efecto, tiene armas de todo tipo y procedencia –aunque siguen siendo Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia sus principales suministradores–, pero su mera posesión no da automáticamente como resultado una capacidad militar capaz, por ejemplo, de imponerse en el conflicto de Yemen a fuerzas en principio menores en tamaño.
Como es bien sabido, en el marco de la relación estratégica establecida hace décadas entre ambos, Washington se ocupa de garantizar los intereses de la familia reinante y, a cambio, Riad cumple su papel como referente en el mercado petrolífero y contribuye significativamente a cebar al complejo industrial de defensa estadounidense. Un comportamiento que, a escala, sigue también Egipto, convertido en el tercer importador mundial de armas, sin que la constancia de la represión ejercida por el régimen golpista de al-Sisi haya supuesto freno alguno en la ayuda que Washington y muchas otras capitales occidentales le vienen prestando (mientras Moscú mueve también sus peones para recuperar cuota de mercado).
Son muchos más los países que cabría citar, igualmente equivocados en su afán por dotarse de un martillo militar lo más potente posible, sin entender que eso les incapacita para responder adecuadamente a problemas que necesitan otro tipo de instrumentos para hacerles frente. En este terreno Estados Unidos tan solo es el ejemplo más notorio de una pauta muy extendida entre los principales exportadores de armas (España incluida), con un inquilino de la Casa Blanca empeñado en recortar los recursos del Departamento de Estado y de su agencia de cooperación internacional para el desarrollo (USAID), como si la diplomacia y la ayuda al desarrollo no fueran mejores instrumentos para prevenir la violencia. Por desgracia, Washington no está solo en esta errónea senda.