El último libro del filósofo francés Michel Eltchaninoff, «Dans la tête de Marine Le Pen» (Solin/Actes Sud, 2016), es un ejercicio de introspección en las influencias ideológicas de la candidata presidencial del Frente Nacional (FN), y se centra de modo particular en la respuesta a una pregunta: ¿Ha cambiado realmente el FN? ¿Se ha alejado de los planteamientos habituales de la extrema derecha representados por el fundador del partido, Jean Marie Le Pen? La respuesta de Eltchaninoff, después de una exhaustiva investigación en la que se combinan lecturas de libros, asistencia a mítines y entrevistas personales, es negativa. Marine Le Pen no se ha distanciado de los cuatro pilares de la extrema derecha: la tierra, el pueblo, la vida y el mito. Dichos pilares no son otra cosa que el apego al propio terruño, el sentido identitario ajeno a todo cosmopolitismo, la vida entendida como una exaltación del heroísmo y el valor en la que juega un papel esencial el culto al jefe, y la nostalgia de una supuesta tradición que implica la vuelta a un paraíso perdido en el que la racionalidad parece ausente. Cabría añadir que todos los populismos se parecen, sobre todo en sus ensoñaciones de mundos perfectos y retornos a edades de oro que nunca existieron. El mito nunca es un buen compañero de viaje de la política, tal y como demuestra la Historia, pero sirve para alimentar ilusiones de fundamento frágil, muy propias de esta era de la posverdad.
Eltchaninoff estudia diversos mitos en su bien documentado libro, pero nos detendremos en uno de ellos para desarrollar algunas reflexiones. Se trata del mito de Tercera República Francesa (1870-1940), cultivado por Marine Le Pen, aunque, en realidad, es algo recurrente en otros líderes políticos. En parte, lo fomentan quienes aseguran que ha llegado el momento de la Sexta República, superadora del presidencialismo gaullista de la Quinta. El retorno a una república parlamentaria, como fueron la Tercera y la Cuarta, es considerado en ciertos mensajes políticos como la mayor de las contribuciones a la democracia francesa. Esto vendría a ser un eco de aquella consigna de François Mitterrand, desplegada únicamente en sus años en la oposición, que definía a la república gaullista como “el golpe de estado permanente”. Sin embargo, la realidad de la política cotidiana choca radicalmente con el mito: ¿qué candidato presidencial apostaría por una reforma constitucional que diera amplios poderes al primer ministro en detrimento de las prerrogativas del Jefe del Estado? No resulta creíble que Francia evolucionara hacia un sistema político semejante al portugués, en el que el jefe de gobierno ha ascendido en peso político a costa del presidente, si bien éste goza todavía de la facultad de disolver la Asamblea. El Presidente de la República francesa es el nuevo Rey Sol, a cuyo alrededor giran los planetas de las diversas convocatorias electorales, ya sean éstas municipales, regionales o parlamentarias. Tanto es así que en muchas ocasiones, los votantes franceses hacen de los diversos comicios un plebiscito a favor o en contra de las políticas presidenciales. Hace más de medio siglo que los ciudadanos han hecho de la elección presidencial el acontecimiento más importante del ciclo político. ¿Cabe pensar que esto pueda cambiar de la noche a la mañana aunque algunos fomenten el mito de la buena república parlamentaria? Por otra parte, todo populismo, del signo que sea, nunca renunciará a un sistema presidencialista para remplazarlo por un régimen de asamblea. Ningún líder con ambiciones se resignará a “inaugurar exposiciones de crisantemos”, en expresión de De Gaulle para criticar la república parlamentaria.
Eltchaninoff nos recuerda que Marine Le Pen carece de la formación intelectual de su padre, Jean Marie. Estudió Derecho, aunque no profundizó en las obras de pensamiento político, y apenas ejerció de abogada penalista, pues pronto se dedicó a la actividad política en las filas del FN. Si bien es cierto que se reconoce heredera de la educación ética y moral de su progenitor, no es continuadora de sus raíces intelectuales. De hecho, no tuvo demasiado contacto con él debido al traumático divorcio de sus padres. Marine no ha tenido que renunciar a lo que no ha conocido, la ideología tradicional de la extrema derecha, y, en cambio, ha tenido la oportunidad de amueblar su bagaje ideológico con escritores, filósofos y políticos ajenos a ella. En sus discursos puede hacer suyos a Tocqueville, Clemenceau, Zola, Jaurès o Vallés, o incluso al propio De Gaulle, entresacando ingredientes que remitan, según el caso, a la nación, el Estado o la rebeldía contra el sistema. Nada tiene que recordar en el discurso del actual FN a los agitadores del período de entreguerras como el movimiento Croix de Feu , y menos aún al régimen de Vichy. De este modo se construye en la mentalidad de Marine Le Pen un mensaje nostálgico de la Tercera República, si bien perfectamente delimitada cronológicamente: los momentos inspiradores abarcan desde sus orígenes, tras la caída de Napoleón III, hasta la apoteosis patriótica de la guerra de 1914. Hay que obviar de ese período los escándalos de corrupción como el de la construcción del canal de Panamá o pasar de puntillas sobre el antisemitismo del caso Dreyfuss. Despejados los obstáculos, nos quedará la nostalgia de la escuela republicana de Jules Ferry, en la que se reconocían el esfuerzo y mérito de los alumnos, y también la autoridad del profesor. Todo un contraste con la mentalidad sesentayochista que habría dominado la enseñanza en el último medio siglo. Puede servir incluso de referencia Georges Clemenceau, representante del radicalismo conocido como El Tigre, el político de una izquierda burguesa que aunaba valores cívicos y patrióticos con la lucha decidida contra la delincuencia por medio de la creación de brigadas policiales especializadas.
A Marine Le Pen no le resultará difícil abastecer su arsenal ideológico con cualquier político o intelectual, del signo que sea, que haya hecho grandes elogios de la nación o del estado. El problema de sus referencias a Ferry, Clemenceau o Jaurès es que ninguno de esos políticos era anti-sistema. Ninguno pretendía destruir la Tercera República, ni tampoco considerarla como un régimen oligárquico que desvirtuaba las esencias fundacionales. No eran puristas de la política, algo que sí era el general Georges Boulanger, efímero líder de un populismo antiparlamentario que estuvo a punto de tomar el poder por la fuerza en 1889. Para algunos, Boulanger representaba la combinación perfecta, ni derecha ni izquierda, nacionalismo y protección social. En el otro lado de la trinchera, solo quedaba una clase política corrupta a la que había que derrotar para devolver el poder al pueblo. Poco han cambiado los planteamientos en más de un siglo y no es extraño que algunos comparen a Marine Le Pen con el general Boulanger, que casi llegó a enterrar a la Tercera República.