Dentro de la ofensiva en curso en múltiples frentes contra los valores y reglas del juego de la democracia liberal, una de las tendencias más inquietantes y repetidas es el robo de elecciones a plena luz del día. Tanto regímenes autoritarios tradicionales como las democracias fake se han embarcado en una espiral tramposa para llevar a cabo procesos electorales ni libres ni limpios. Con el gran incentivo de enfrentar mínimas consecuencias por tomarse libertades con la voluntad popular para perpetuarse en el poder.
Dos investigadores de primer nivel en Ciencia Política, el británico Nic Cheeseman y el estadounidense Brian Klaas, documentan con prosa nítida en un nuevo libro How to Rig an Election (Yale University Press) hasta qué punto la manipulación de procesos electorales se ha convertido en práctica habitual de países muy diversos, pero que coinciden en la práctica de pantomimas electorales. Este teatro político abarca desde aparentar campañas beligerantes y competitivas hasta el teórico respeto al derecho de los ciudadanos para elegir en las urnas a sus gobernantes pasando por la violencia política o el soborno. No importa que el resultado no sea una mera ilusión democrática desde el minuto cero.
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La gran paradoja
Cheeseman y Klaas establecen como punto de partida la paradoja de que cada vez hay más elecciones en un mundo menos democrático. Hipótesis desarrollada a partir de 500 entrevistas a figuras de élite, trabajo de campo en 11 países y una base de datos global sobre todos los procesos electorales celebrados desde 1960. Su foco se ha concentrado en la categoría denominada “counterfeit democracies”, gobiernos que convocan de forma regular elecciones totalmente manipuladas haciéndose pasar por democracias verdaderas. Con la conclusión de que una genuina democracia no se limita a guardar las apariencias a través de las urnas, sino que requiere también de elementos tan fundamentales como el imperio de la ley, libertad de Prensa, o la rendición de cuentas por parte de gobernantes.
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Sin cambio ni recambio
Parte del problema es que todos estos cuestionables procesos electorales, al estilo de Venezuela, no son precisamente una excepción. En una escala de 1 a 10, la media de calidad electoral por todo el mundo se sitúa en torno a 6 de acuerdo a los datos del Electoral Integrity Project. En Asia, África, la Europa postcomunista y Oriente Medio, la media retrocede hasta situarse en un ajustado 5. A escala global solamente un 30 % de los procesos electorales termina en un cambio de gobierno. Los políticos que están en el poder tienden a ganar en siete de cada diez elecciones convocadas. Una proclividad a perpetuarse en el poder que se acrecienta en procesos de transición democrática, mucho más allá de la tradicional ventaja asociada con la acción de gobierno que en el mundo anglosajón se cuantifica como incumbent advantage.
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Peores elecciones, peores democracias
Junto al retroceso en procesos electorales, durante la última década también se ha registrado un continuado declive en la calidad de las democracias existentes en el mundo. De acuerdo al análisis de 2017 elaborado por Freedom House, 71 países han experimentado un retroceso en derechos políticos y libertades civiles, con solamente 35 naciones sumando avances. En este sentido, el ritmo con el que se refuerzan y expanden los regímenes autoritarios en el mundo no ha hecho más que aumentar desde el 2006. Como resultado, en la actualidad casi dos de cada tres personas en el mundo viven bajo sistemas de gobierno que no son totalmente democráticos. A juicio de estos autores, el mundo atraviesa en estos momentos por una grave recesión democrática.
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Un plus de estabilidad
Entre las más problemáticas conclusiones de Cheeseman y Klaas destaca el hecho de que aquellos regímenes autoritarios que convocan y amañan elecciones tienden a ser mucho más estables que los que no se molestan en tan si quiera utilizar urnas. Esta bonificación de estabilidad se registra si la manipulación tiene lugar con meses de antelación a la cita electoral, cuando no hay observadores internacionales sobre el terreno y las argucias pueden ser presentadas como decisiones “técnicas” o incluso “legales”. La premeditada discreción a la hora de manipular elecciones asegura beneficios sin hacer frente a críticas, sanciones o condenas. En el siglo XXI, en plena proliferación de los “hombres fuertes” (strongmen), la conclusión es que resulta más fácil monopolizar el poder con elecciones amañadas que evitando por completo las urnas. De hecho, aparentar legitimidad electoral es algo bastante rentable para gobiernos nada democráticos que además consiguen carambolas como relanzar sus partidos de gobierno y dividir todavía más a la oposición.
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El día de los comicios, demasiado tarde
Existen múltiples opciones para que tanto los autócratas como las democracias fake obtengan sus deseados resultados electorales. La forma más efectiva de manipular unas elecciones es hacerlo con bastante antelación a la fecha de los comicios. Como dicen Cheeseman y Klaas “si para amañar se tiene que recurrir a matones y urnas rellenadas de votos, ya se ha fracasado”. Entre las tácticas que pueden aplicarse con tanta sutileza como efectividad figuran: la manipulación de censos, excluir a los candidatos opositores y la deliberada distorsión de jurisdicciones electorales para maximizar resultados (el actual Gerrymandering de Estados Unidos o los antiguos Rotten Boroughs del Reino Unido).
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Sin consecuencias
Amañar elecciones es una trasgresión sin consecuencias. Según el análisis de Cheeseman y Klaas, son incontables las citas electorales manipuladas que han pasado desapercibidas sin generar la más mínima condena, ya sea por tecnicismos o favoritismos geopolíticos. Solamente en un 20 % de elecciones amañadas, se han registrado condenas internacionales que en la mayoría de los casos no pasan de las palabras. Solamente en un 6 % de estas falseadas elecciones se han llegado a materializar consecuencias como recortes en ayuda al desarrollo. Una impunidad que tiene todas las papeletas para ir a peor. Sobre todo, cuando la Unión Europea se enfrenta en primer lugar a crisis internas como Brexit o el auge del populismo autoritario en Hungría y Polonia, antes de concentrarse en la promoción internacional de la democracia. Sin mencionar, la tremenda comprensión que el Trumpismo ofrece a los autócratas que de vez en cuando utilizan las urnas más que nada en beneficio propio.