Las distintas revueltas árabes han ido conformando un patrón de movilización por el que los activistas fuerzan a los gobiernos a realizar cambios o logran su caída mediante manifestaciones repetidas de descontento. El patrón de movilización por el que se establece una dialéctica de acción-reacción entre gobiernos y activistas ha sido similar en los casos conocidos desde 2010: Túnez, Egipto, Yemen, Bahréin, Marruecos, Libia, Siria y, otra vez, Egipto. Su dinámica ha sido una condición necesaria para mantener el momento y los propósitos de las movilizaciones, aunque no suficiente porque en algunos casos no han tenido éxito.
En líneas generales, las movilizaciones se inician con una llamada a la contestación aprovechando una situación de descontento estructural o un acontecimiento excepcional que catalice las emociones latentes. Según las condiciones de libertad del país, las movilizaciones se convocan en espacios públicos como las plazas o religiosos como las mezquitas, pero con ánimo de permanencia. No son manifestaciones espontáneas ni aisladas sino programadas para presionar a los gobiernos.
Si los gobiernos las afrontan como desafíos de orden público, las consentirán en la medida que parezcan controladas, un consentimiento que se erosiona a medida que se mantienen las movilizaciones y los medios de comunicación trasladan la movilización social de los focos de protesta originales a nuevos focos de emulación.
Esta situación de protesta controlada podría perdurar en el tiempo salvo que los gobiernos decidan reprimirlas o erradicarlas por la fuerza. Si cometen este error, tal y como ocurrió en Yemen, Bahréin y Siria, la represión añadirá nuevos manifestantes a las concentraciones pacíficas y los actos de duelo alentarán la radicalización frente a los gobiernos. En la represión, cuentan con más oportunidades los gobiernos que disponen de unos servicios de inteligencia eficaces y fuerzas de seguridad capaces de actuar de forma discriminada (Irán frente al “movimiento verde” en 2009). En el Egipto de Mubarak, ni unas ni otras demostraron esas capacidades, y además las fuerzas gubernamentales carecían de la instrucción y el material antidisturbios adecuados para responder gradualmente a cada nivel de provocación. Cuando no faltan radicales entre los manifestantes, sus ataques contra las fuerzas de seguridad aceleran la escalada violenta (en el este de Libia se pasó sin solución de continuidad de una situación de movilización frente al régimen a una de guerra civil en pocos días) y aunque los representantes políticos salafistas han carecido de protagonismo decisivo en las movilizaciones políticas y sociales, su capacidad operativa, por ejemplo en Libia y en Siria, les permite ganar en los campos de batalla lo que no ganan en las urnas árabes.
Llegados a este punto, las reivindicaciones de los activistas escalan constantemente, de forma que cualquier cesión de los gobiernos se percibe como una muestra de debilidad y los gobiernos se ven obligados a enrocarse para sobrevivir o prepararse para caer (las demandas del movimiento Tamarod en mayo de 2013 que aceptaron las autoridades militares tenía poco que ver con las primeras reivindicaciones contra los excesos islamistas en Egipto).
Durante los últimos meses, los errores del gobierno egipcio fueron el mejor reclamo para el activismo político y social. Convencido de su legalidad y legitimidad, no entendió que los hechos aislados eran parte de un patrón de movilización general que se ha instalado en las sociedades árabes –y fuera de ellas– para pasar por encima de los gobiernos cuando las imágenes muestran que las plazas se llenan. Tampoco contaba con capacidad para imponer el orden porque las fuerzas de seguridad no querían verse asociadas a patrones de represión de otras épocas y las fuerzas armadas se limitaron a proteger al gobierno midiendo los tiempos para dejarle ver su fragilidad. Sin capacidad de reacción ni instrumentos de inteligencia, pronto dejó la iniciativa en manos de los opositores y las contra-manifestaciones de sus partidarios no sirvieron para evitar la escalada en las calles, como tampoco sirvieron en Bahréin, Yemen y Siria.
El gobierno cayó, y esta es la buena noticia para quienes se oponían a los Hermanos Musulmanes. La mala noticia es que al nuevo gobierno, sea el que sea, se le va a aplicar el mismo patrón de movilización y acoso que a sus predecesores. Aunque se le diera un tiempo de gracia al nuevo gobierno para enderezar el desgobierno islamista, es más fácil crear un movimiento contra Morsi que formar un gobierno para todos los egipcios. Las condiciones económicas y sociales serán tan malas como las de su predecesor y la condicionalidad de los préstamos del Fondo Monetario Internacional no varía con el cambio de gobiernos. Sin embargo, no ha existido tregua y los recién llegados se han encontrado ya al día siguiente con una insurrección general organizada por los Hermanos Musulmanes y allegados que se ha traducido –de acuerdo con el patrón de movilización– en concentraciones, marchas y llamadas a la violencia sectaria. La detención de líderes islamistas, el cierre de sedes y la amenaza de ilegalización dará nuevos argumentos y partidarios a quienes desde ahora comparan el régimen de Mubarak con el recién llegado.
También ha llegado la violencia y el nuevo gobierno –incluso sin haber tomado posesión del mismo– ya cuenta en su saldo con varias decenas de muertes y algunos centenares de heridos. Será difícil modular la escalada de confrontación porque las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia no han recuperado la legitimidad social y se cuidarán muy mucho de entregarse con dedicación a ejercer para el nuevo gobierno las tareas de represión que realizaron para el de Mubarak. Un papel para el que tampoco están preparadas las fuerzas armadas que, recordemos, no son profesionales y que corren el riesgo de que se reproduzca en sus filas la misma división social y política que perciban en las calles (especialmente si se tocan los privilegios de sus mandos). Una división que las colocaría en la disyuntiva de elegir entre un enfrentamiento interno o mantenerse al margen de querellas internas, tal y como ha ocurrido en Líbano. Para mantener el momento de la revuelta, los islamistas sólo tendrán que alimentar el sentimiento de persecución y rabia que se han repetido en todos los discursos y dirigir las manifestaciones a los lugares donde se desplieguen las fuerzas armadas para ver si se repiten hechos como el del cuartel general de la Guardia Republicana o a los lugares donde se concentran los partidarios del nuevo gobierno. Las víctimas que consigan alimentarán las manifestaciones de duelo de los viernes y las llamadas a vengar los mártires acabarán atrayendo al enfrentamiento armado a los yihadistas que ahora lo practican en Siria, apoyando la caída de Al-Assad, o en el Sinaí, apoyando la insurgencia frente a El Cairo que existe en esa península.
Quienes se manifiestan civil y pacíficamente en las calles egipcias, a favor o en contra del nuevo gobierno, no estarán tan familiarizados con la dinámica perversa del manual de movilización y acoso de las revueltas árabes como sus estrategas, pero desconocer las lecciones aprendidas en carnes propias y ajenas les puede llevar de disparar cohetes de alegría a intercambiar disparos con sus vecinos.