Hoy, 14 de enero, se cumplen cinco años desde que la población tunecina expulsó al déspota Ben Ali de su país por la vía pacífica. Ese precedente, inimaginable en un país árabe durante décadas, inspiró a otras sociedades del norte de África y de Oriente Medio para intentar cambiar sus autoritarios sistemas de gobierno. Algunas pocas consiguieron deshacerse de sus dirigentes autócratas y vitalicios, mientras que toda la región entraba en una etapa de transformaciones profundas, grandes incertidumbres y reconfiguración en el reparto de poder.
Los estados anímicos de los nativos y los observadores externos han experimentado todo tipo de emociones extremas durante estos cinco años: desde la sorpresa inicial por unas revueltas inesperadas, la euforia tras la huida de dictadores, la inquietud por qué les iba a reemplazar, el recelo por la llegada de islamistas al poder, la decepción por el recurso a las armas en varios países, la desilusión porque la democracia no cuajaba en la región, el temor provocado por el radicalismo yihadista y la aparición del autoproclamado Estado Islámico (Daesh), llegando al pesimismo más profundo sobre si el «despertar árabe» valió la pena.
Lo fácil es culpar del creciente caos al «despertar árabe». Esa conclusión parecería inevitable si se compara lo que había antes de 2011 con la situación actual. Las noticias que provienen del norte de África y de Oriente Medio hablan incesantemente de Estados frágiles o en descomposición, guerras sangrientas y violencia extrema, salvajismo en nombre del islam, fracturas sectarias crecientes, oleadas de refugiados y un retorno del autoritarismo robusto a algunos países. Responsabilizar al «despertar árabe» de esos fracasos es tan fácil como falaz y engañoso.
Creerse que la culpa de la frustración, la destrucción y el caos actuales la tienen los millones de árabes que salieron a las calles pidiendo libertad, oportunidades y justicia social únicamente servirá para fortalecer los autoritarismos excluyentes y para amplificar las causas que provocaron las revueltas antiautoritarias. Esas movilizaciones sociales no surgieron de la nada, ni nada hace creer que las condiciones socioeconómicas o de libertad de la mayoría de los 350 millones de árabes hayan mejorado en los últimos cinco años. Todo lo contrario.
Las causas de fondo que provocaron las revueltas en 2011 (el autoritarismo estatal y el descontento popular) siguen estando ahí en la mayoría de las sociedades árabes. Las penurias económicas no se han aliviado (y sólo podrán ir a peor con los precios del petróleo en caída libre). Los sistemas educativos siguen teniendo graves deficiencias. Las estructuras de poder continúan carcomidas por la corrupción, la incompetencia y la impunidad. Los servicios de seguridad recurren a la mano dura para controlar a las sociedades y para evitar el cuestionamiento del statu quo. Las reformas económicas son inexistentes, insuficientes, incompletas o contraproducentes.
Muchos en Occidente parecen haber concluido que, tras el fracaso del «despertar árabe», sólo el robustecimiento del autoritarismo traerá la estabilidad a esos países y garantizará la seguridad de su vecindario. Es una visión cortoplacista y peligrosa que se centra en los síntomas sin querer comprender las relaciones causa-efecto. Por si todo lo expuesto más arriba no diera suficientes pistas sobre el futuro, un dato más: cerca de 220 millones de árabes nacieron después de 1985. Son muchísimos jóvenes cada vez más interconectados, que ven cómo se vive fuera de sus países y que acumulan grandes frustraciones con sus sistemas sociopolíticos.
Cinco años es un plazo de tiempo muy corto para juzgar el éxito o el fracaso de unas transformaciones sociopolíticas profundas. En 2011 hubo un punto de inflexión en la historia moderna de los árabes. La relación entre Estado y sociedad se ha visto sacudida con fuerza, aunque aún están lejos de asentarse nuevos sistemas más inclusivos, justos, legítimos y eficaces. Aun así, cinco años es un periodo suficiente para sacar algunas lecturas de lo ocurrido y para hacer pronósticos sobre los futuros probables de la región. Una conclusión que debería ser evidente es que, mientras no haya más libertad y desarrollo, habrá más frustración y caos que se extenderá por los países árabes y sus vecindarios inmediatos.
Se ha demostrado que sólo mediante la cultura del civismo que implica construir lazos de confianza y reciprocidad se podrán corregir los graves déficits de buen gobierno y de justicia social que aquejan a los países árabes. Las autocracias han sido y siguen siendo las principales generadoras de esos déficits y del malestar. Ni son ni serán el remedio. Como tampoco lo serán las interpretaciones religiosas extremas que aborrecen la diversidad y que en ocasiones están patrocinadas por algunos regímenes.
Las sociedades árabes ya dieron muestras de esa cultura cívica a principios de 2011 que, por desgracia, han quedado difuminadas por el belicismo, el sectarismo y las injerencias desde el exterior. Sin embargo, los millones de proto-ciudadanos jóvenes que protagonizaron el «despertar árabe» serán los únicos capaces de llevar a sus países hacia mayores cotas de pluralismo democrático y bienestar material. Esos jóvenes –y los que hayan crecido sabiendo que los autócratas también caen– seguirán buscando mejorar sus condiciones de vida dentro de sus propios países. Renegarán de la docilidad y de la apatía de sus mayores.
El triunfo de las esperanzas democráticas de los jóvenes árabes también será un triunfo para Europa, pero si entre ellos cunde la desesperanza nadie podrá decir que no estábamos avisados de las consecuencias.