El estereotipo funciona normalmente como simplificación de la realidad con el objetivo de que esta sea más fácil de identificar. En el campo de la caracterización de las comunidades y las nacionalidades, el estereotipo se convierte en una marca que vender, en una imagen idiosincrática sobre la que sustentar la particularidad de un pueblo. Y cuanto más compleja sea la identidad del mismo, más fácil resulta economizar conclusiones para dejarse arrastrar por el conjunto de lo tópico. Así ha ocurrido con los balcánicos, pueblos calificados históricamente como violentos y dados al conflicto. La guerra en la región durante la década de los noventa no hizo más que extender este estereotipo. Pero como la historia siempre ha demostrado, la realidad es más compleja de lo que parece. Así se ha visto en Macedonia en estas últimas semanas.
En contexto, el país balcánico alcanzó en 2001 el final de los conflictos interétnicos entre eslavos y albaneses con la firma de los Acuerdos de Ohrid, y durante los primeros años de aplicación del tratado, los macedonios vivieron una leve mejora en relación a la eficacia del Estado de Derecho. Sin embargo, desde la victoria en las elecciones parlamentarias de 2006 del partido VMPRO-DPMNE, liderado por el todavía presidente Nikola Gruevski, Macedonia ha experimentado un retroceso vital en la lucha contra la corrupción y en la defensa de la libertad de expresión. Este último aspecto se demuestra en el indicador de la ONG Reporteros Sin Fronteras, donde el país ha pasado del puesto 34 en 2009 al 129 en 2014.
La sociedad civil no ha permanecido inmune ante este decaimiento y en 2014, siguiendo el ejemplo de lo ocurrido en la Federación de Bosnia y Herzegovina, estudiantes macedonios encabezaron movilizaciones a las que se unieron otros sectores de la sociedad civil acogiendo, como aclara Miguel Rodríguez Andreu, la forma de los plenums, prácticas asamblearias que luchan contra el seguidismo étnico y contra la adhesión incondicional a las élites políticas.
Si el descontento ciudadano era ya evidente, lo ocurrido en febrero de 2015 fue la gota que colmaba el vaso. El líder de la oposición, Zoran Zaev, sacaba a la luz una serie de escuchas ilegales supuestamente filtradas por informantes anónimos en las que se demostraban prácticas ilícitas del Gobierno tales como fraude electoral, privatizaciones ilegales e injerencias en nombramientos judiciales. Además, se reflejaba en las mismas un indiscutible lenguaje racista confirmado en un paquete de escuchas en las que miembros del Ejecutivo contradecían el mensaje oficial de convivencia pacífica interétnica. Concretamente, se revelaba cómo la ex Ministra de Transporte -acaba de dimitir- Gordana Jankulovska le comentaba al también ex Jefe de los Servicios Secretos, Saso Mijalkov, que “no hay convivencia con los albaneses” y que si se tuviese que demostrar quién es más fuerte “acabaríamos con ellos en una hora”.
Las manifestaciones proseguían cuando el 9 de mayo estallaron los incidentes en Kumanovo, donde perdieron la vida ocho policías y catorce albaneses. La versión que dio el Ejecutivo de Gruevski fue la de señalar como responsables a un grupo de terroristas kosovares que supuestamente reivindicaban con este acto la unificación de todos los albaneses en la Gran Albania. El Gobierno de Kosovo negó no obstante que el grupo terrorista procediera de su región. Las dudas sobre la versión oficial del Gobierno macedonio asaltaron a una ciudadanía que se mantuvo unida en sus protestas. Parece claro que el conflicto interétnico no es sólo un estereotipo que se expande por el exterior de los Balcanes, es también un arma arrojadiza que utilizar para abarcar el poder.
Mientras las protestas se hacen más numerosas, los actores internacionales entran en escena asumiendo la importancia de este estado de eclosión civil en Macedonia. El papel protagonista en esta ecuación lo tiene una Unión Europea que está equivocando su estrategia. En primer lugar, se actuó de una manera lenta tras la revelación de las escuchas –el comisario para la Política de Vecindad y Ampliación, Johannes Hahn, visitó Skopje dos semanas después de que estas salieran a la luz-, y cuando por fin la UE ha tomado el mando, lo ha hecho desde una perspectiva errónea. Como señala Ruth Ferrero, la Unión ha enfocado el problema como un conflicto entre las élites políticas y no como lo que verdaderamente es, una situación en la que la desafección de la ciudadanía es con el conjunto de la representación política y donde el cambio que se demanda es desde lo transversal y estructural. La solución no puede ir por un camino diferente al de conseguir que en Macedonia se deje de vulnerar el Estado de derecho.
Rusia, por su parte, ha tomado partido a través de su ministro de Asuntos Exteriores Sergei Lavrov, quien ha acusado a la UE y a EEUU de estar detrás de la organización de las manifestaciones. Según Lavrov, el empeoramiento de la situación en Macedonia está relacionado tanto con la negativa del Gobierno de Gruevski a apoyar las sanciones a Moscú que se exigen desde Bruselas como con el apoyo que desde el ejecutivo del país balcánico se da a la construcción del gasoducto Turkish Stream.
El futuro de Macedonia se torna complejo, pero las manifestaciones han demostrado que, frente a los estereotipos galopantes de división étnica, eslavos y albaneses se han unido en representación del país con la mira puesta en el mismo objetivo que persigue cualquier ciudadano de cualquier lugar del globo: alcanzar la estabilidad que les pueda permitir vivir por fin en paz.