En una época de crisis de las verdades absolutas, podemos arriesgarnos a decir sin temor a equivocarnos que las guerras no traen nada bueno. Ni a corto ni a medio ni a largo plazo. En el caso de las balcánicas de principios y finales de la década de los 90, además del muy notable (y lamentable) número de víctimas y de desplazados, que volvían a traer a Europa imágenes que pensábamos pertenecían al pasado y no volverían, nos dejaron como herencia unos conflictos internos y externos que parecían (o parecen) irresolubles, al menos en algunos casos.
Hete aquí que tras casi 30 años del inicio de las hostilidades al fin uno de esos conflictos parece solventarse. La pasada semana el Parlamento griego ponía fin a meses de incertidumbre con la aprobación del Acuerdo de Prespa (por el lago epónimo), según el cual se aceptaba que la “Antigua República Yugoslava de Macedonia” pasaría a denominarse “República de Macedonia del Norte”. Esto, que si se desconoce la controversia parece un tema menor, no lo es en absoluto. Desde 1991, año en el que se produce la ruptura de Yugoslavia y la independencia macedonia (entre otras), se inicia una disputa con Grecia por el nombre a utilizar en adelante. El problema de fondo radica en que existe una región limítrofe en Grecia cuyo nombre es, precisamente, Macedonia (ambas reclaman para sí la tradición histórica de Alejandro Magno), y el temor expresado por los nacionalistas griegos es que los macedonios del norte pretendan en un futuro tener una vocación expansiva.
“Zoran Zaev, primer ministro macedonio que sustituyó al corrupto Nikola Gruevski, ha intentado acercar a su país todo lo posible a las estructuras occidentales”
Por ello, el apoyo al acuerdo por parte griega no era evidente en absoluto. Al primer ministro, Alexis Tsipras, le ha costado una crisis de gobierno, que ha supuesto la salida de su socio principal, el líder de los Griegos Independientes (o Anel), Panos Kammenos, por mostrarse contrario al mismo. En todo caso, el resultado ha sido favorable, aunque muy ajustado (153 votos a favor de un total de 300). Asimismo, no dispone en absoluto del respaldo de la ciudadanía griega, pero sí de la comunidad internacional (al menos de la que es considerada como “Occidental”). De hecho, es bastante probable que le cueste su puesto como primer ministro, a no ser que convenza a la ciudadanía de su nueva estatura como estadista. Contrariamente a lo que parecía a principios de 2015, cuando se enfrentaba abiertamente a la UE (recordemos el papel jugado por su ministro Yanis Varoufakis, el enfant terrible que sigue enfrentado a la UE), Tsipras ha demostrado un liderazgo en esta materia y en muchas otras que le han dotado de un peso internacional muy relevante.
No obstante, el acuerdo no se puede entender sin el liderazgo de la otra parte. Desde su llegada al poder en 2017, Zoran Zaev, primer ministro macedonio que sustituyó al corrupto Nikola Gruevski, ha intentado acercar a su país todo lo posible a las estructuras occidentales. Su gran apuesta es la integración en el club comunitario y en la OTAN. Así, y para lograr dicha integración, al poco de llegar al Gobierno estableció una estrategia clara de arreglo de las controversias de las que eran parte los macedonios en la región. Primero, logró un “Tratado de Amistad y Buena Vecindad” con Bulgaria. Más adelante, empezó a negociar con Grecia para resolver la disputa por el nombre. Esta última era la parte más difícil y, sin embargo, se llegó a un acuerdo ya a mediados del pasado año.
La respuesta de las instituciones europeas no se puede decir que fuese positiva al 100%. Si bien la Comisión Europea hizo una apuesta evidente por la integración de los seis balcánicos (estrategia de 2018), dando un giro de 180 grados a las primeras posiciones de su presidente Jean-Claude Juncker allá por 2014, y recomendó la apertura de negociaciones con el país macedonio (y Albania), el Consejo desestimó dicha recomendación a instancias de, fundamentalmente, Francia y los Países Bajos. Se dio una patada a seguir, emplazando a junio de 2019 para la apertura de dichas negociaciones, enviando de paso un mensaje que daba pocas esperanzas a albaneses y macedonios.
“El liderazgo mostrado por Zaev y el de Tsipras, ejemplo e inspiración sobre cómo resolver un conflicto tan enquistado, podrían incluso acercarles a lograr el Premio Nobel de la Paz”
Y, sin embargo, nuevamente vimos una lección de liderazgo por parte de Skopje. El 30 de septiembre pasado se llevó a cabo el referéndum en el que se consultaba a la ciudadanía macedonia por el Acuerdo de Prespa. El resultado fue abrumadoramente favorable, sobrepasando el sí el 90% de los votos, pero en el ejercicio no llegó a participar ni el 40% del electorado. Sin embargo, la baja participación no puede extrañar, al menos si atendemos a una serie de factores que, sin duda, jugaron un papel: el boicot al referéndum solicitado tanto por la oposición (VMRO-DPMNE) como por el presidente del país, Gjorge Ivanov (que pertenece, de hecho, al principal partido de la oposición), la injerencia rusa en el mismo o la tradicional baja participación en los comicios, por no hablar de la decepción con la UE por no haber dado permiso al inicio en las negociaciones de adhesión.
En todo caso, Zaev decidió seguir adelante y buscó un acuerdo cross-party en el Parlamento macedonio que le permitiese ratificar el resultado del referéndum (que, recordemos, no era vinculante). Lo consiguió y entonces la pelota pasó al tejado de Grecia, donde ha pasado lo expresado aquí al comienzo de este texto. El liderazgo mostrado por Zaev y el de Tsipras, ejemplo e inspiración sobre cómo resolver un conflicto tan enquistado, podrían incluso acercarles a lograr el Premio Nobel de la Paz, para el que han sido ya nominados.
En demasiadas ocasiones, cuando se analizan los acontecimientos en los Balcanes occidentales, se tiende a pecar de fatalismo, considerando poco menos que la región en su totalidad (o al menos algunos de los países que la componen), están condenados al fracaso más absoluto. Nada más lejos de la realidad. El ejemplo de Macedonia del Norte, encaminada claramente a su integración en las estructuras occidentales, nos muestra hasta qué punto las cosas pueden cambiar si hay voluntad política y, sobre todo, liderazgo. Se trata, sin duda alguna, de una buena forma de dejar atrás los fantasmas del pasado y normalizar la región.