Brasil no es un país sencillo para gobernar y más si el presidente y su partido no cuentan con la fuerza parlamentaria para negociar en condiciones de cierta fortaleza. Mientras una parte del país busca mirar hacia el futuro con cierta esperanza, en un intento de pasar página lo más rápidamente posible, la casi otra mitad se aferra a un pasado que considera glorioso y que no debería haber acabado nunca. No se olvide el resultado apretado de la segunda vuelta de la elección presidencial, en octubre pasado, cuando Lula da Silva se impuso a Jair Bolsonaro por sólo un 1,8% de diferencia.
De hecho, uno de los factores a tener en cuenta es la fuerte implantación del bolsonarismo en la sociedad brasileña, un fenómeno que no se debe sobreestimar. Si bien las instituciones democráticas reaccionaron de forma adecuada para enfrentar los graves sucesos del 8 de enero, la fuerte polarización (y la crispación) existente no ha desaparecido. A esto se suma la debilidad en que se encuentra el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula en el Parlamento (tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado Federal), mientras que los seguidores de Bolsonaro se encuentran en una situación de mayor fortaleza.
De hecho, el Partido Liberal (PL), con sus 99 diputados, es la primera minoría en la Cámara de Diputados, si bien casi la mitad de ellos ha decidido en este momento negociar con el gobierno federal a cambio de distintas prebendas (cargos y partidas presupuestarias), algo normal en la política brasileña, caracterizada por su “fisiologismo”. Esto explica, de alguna manera, el relativo silencio de buena parte de la oposición, si bien se trata de una realidad que puede cambiar en cualquier momento.
Para garantizar su triunfo, Lula debió abrirse a conformar una alianza con una fracción del centro derecha, lo que parte del PT no veía con buenos ojos. Para poder lograrla debió contar con Geraldo Alckmin como vicepresidente. Una vez victorioso, y para garantizar la gobernabilidad del país, debió ampliar aún más la coalición, incorporando a la misma a diversos partidos de la derecha y el centro.
En este movimiento, el objetivo principal era el acuerdo con las diversas agrupaciones del llamado centrão (o “gran centro”). El común denominador de esta heterogénea criatura, sin preocupación alguna por tensar la cuerda o romper los acuerdos alcanzados, es su deseo de acceder a cuotas presupuestarias por cualquier camino y con escasas prevenciones políticas o ideológicas, lo que complica cualquier negociación al respecto.
A eso se suma una delicada situación económica y social. Desde este último punto de vista, la herencia recibida por Lula III es bastante preocupante. De ahí la magnitud de las promesas políticas realizadas por el entonces candidato durante la campaña y que ahora deberá cumplir. Las expectativas de mejora de una proporción importante de la población, que se había incorporado a las clases medias durante la época de esplendor, pueden ser fácilmente frustradas. Como consecuencia de la pandemia, e incluso antes, muchos de los sectores otrora beneficiados habían perdido buena parte de las posiciones conquistadas. Una nueva frustración podría convertirse en una fuente importante de descontento.
Aquí es donde realidad y expectativas pueden colisionar. La coyuntura económica es complicada. Para concretar las promesas formuladas es imprescindible aumentar el gasto público en un contexto de un elevado déficit fiscal (en 2022 fue del 4,68% del PIB), algo que no es visto con buenos ojos por los mercados, especialmente por aquellos sectores más vinculados al sector financiero y con buenas relaciones con el bolsonarismo. Será en estos días, precisamente, cuando deba dilucidarse el futuro de la reforma tributaria impulsada por el ministro de Hacienda Fernando Haddad, que debe afrontar un trámite parlamentario que conlleva cierta dosis de riesgos e imprevistos.
Tras el triunfo de Lula y el inicio de su tercer mandato muchos analistas se preguntaban por los atributos del nuevo presidente. ¿Sería el mismo Lula de siempre, el sindicalista pragmático y negociador, o habría surgido un nuevo personaje, más inclinado al radicalismo y al populismo? La buena noticia es que Lula sigue siendo Lula y que sus dotes de negociación no se han perdido. Sin embargo, es indudable que los meses en la cárcel le han pasado factura, a la vez que muchos de los cambios ocurridos tanto en la escena local como internacional le resultan difíciles de digerir.
La política exterior que impulsa, sus vínculos con la antigua “izquierda bolivariana” y su relación con los BRICS, un grupo en el cual Rusia sigue siendo un componente esencial, sin olvidar China y la relación especial entre Putin y Xi, son buena prueba de ello. Su propuesta de mediar entre Rusia y Ucrania busca no sólo la legitimación de la comunidad internacional y el reconocimiento de su liderazgo, sino también la recuperación de Brasil como uno de los grandes referentes internacionales.
Su llegada al poder fue muy bien vista por la UE, que espera una mejora sustancial de la política medioambiental y de la preservación de la Amazonia, así como el cierre de las negociaciones del Acuerdo de Asociación con el Mercosur. Frente a esto, como en tantos otros puntos de la agenda, Lula intentará mantener una prudente equidistancia. No sólo entre China y EEUU, sino también ante la propia UE. Por eso habrá que estar pendientes de la visita de Estado que Lula realizará a China, del 26 al 30 de marzo, y que le impedirá estar presente en la Cumbre Iberoamericana de Santo Domingo.
Es indudable que Lula tiene experiencia, capacidad negociadora, cintura política y una profunda ambición de pasar a la historia como el presidente que sacó a su país del atolladero después de los años de oscuridad del gobierno Bolsonaro. Habrá que ver si esas herramientas son suficientes para cambiar el rumbo de la coyuntura e impulsar las profundas reformas que tanto necesita Brasil.
Imagen: Plaza de los Tres Poderes, Brasilia Foto: Eliezer Pedroso (Wikimedia Commons / CC BY 2.0).