Los mismos talibanes que en la segunda mitad de los noventa fueron aliados occidentales en su intento de pacificar Afganistán, y que en octubre de 2001 fueron demonizados y expulsados del gobierno tras la invasión estadounidense, están ahora a punto de volver a tocar poder en Kabul. Aunque Washington se resiste de momento a confirmarlo, todo indica que, como resultado de las conversaciones que el enviado especial estadounidense, Zalmay Khalilzad, está manteniendo en Qatar con representantes del grupo talibán, encabezados por el mulá Abdul Ghani Baradar, ya existe una base sólida para un acuerdo. En esencia, y a falta de cerrar otros puntos delicados, el pacto supondría la retirada progresiva de las tropas extranjeras del país en un plazo máximo de 18 meses, a cambio de que los talibanes garanticen que al-Qaeda y Daesh no podrán contar con una base de operaciones en el territorio afgano y que se inicien negociaciones directas con el gobierno liderado por Ashraf Ghani y Abdullah Abdullah para un cese total de hostilidades.
Desde su nombramiento en septiembre pasado, Khalilzad se ha reunido al menos en cuatro ocasiones con representantes de los talibanes, sin resultado alguno. Pero en cada una de ellas ha ido quedando cada vez más claro que el tiempo corre a favor de los segundos. Por un lado, porque su empuje no está siendo contrarrestado por unas fuerzas policiales y militares que el gobierno de Ghani-Abdullah nunca ha logrado hacer suficientemente operativas. Y, por otro, porque hace tiempo que Washington, y más aún desde la llegada de Donald Trump a la presidencia, apenas disimula su intención de salirse cuanto antes del pantano en el que George W. Bush metió a su país. Ni cuando las tropas estadounidenses sumaban 130.000 efectivos –hasta que a finales de 2014 se decidió oficialmente terminar las operaciones de combate (aunque siguen en la actualidad)–, ni mucho menos desde entonces –con un contingente que actualmente ronda los 14.000, a los que sea añaden otros 8.000 aportados por otros aliados– fue posible ni eliminar por completo la amenaza de al-Qaeda y los talibanes, ni asentar en Kabul un gobierno capaz de garantizar mínimamente el bienestar y la seguridad de los cerca de 35 millones de afganos. Por el contrario, hoy se estima que más del 40% del territorio está controlado o disputado por los talibanes, mientras que a al-Qaeda se le ha sumado Daesh como amenaza bien real.
Así, sumidos en una dinámica que, según el testimonio del propio presidente afgano, presenta un balance de más de 45.000 policías y soldados muertos desde su llegada al poder, en 2014, y de golpes como el que acaba de llevar a cabo los talibanes el pasado día 21 –con un saldo de no menos de 126 muertos, en una explosión provocada en un centro de instrucción militar a tan solo 50km al sur de la capital– queda claro que no hay solución militar a la vista y que ni Kabul ni Washington están en condiciones de imponer su dictado a sus oponentes.
Por el contrario, son los talibanes los que ven como la balanza se inclina progresivamente a su favor. Por un lado, porque sobre el terreno han demostrado sobradamente no solo su resiliencia, sino también su superior capacidad de combate contra las fuerzas gubernamentales y sus aliados. Por otro, porque han logrado finalmente ser reconocidos por Washington como interlocutores directos, puenteando abiertamente a un gobierno afgano –que siempre ha considerado una marioneta estadounidense– que ahora debe asumir un acuerdo en el que no ha tenido participación alguna. Y, además, porque están sabiendo aprovechar las ansias de Trump por desconectar de un escenario bélico en el que entiende que no va a sacar nada positivo. Por eso para ellos no solo se trata de lograr un acuerdo para intercambiar prisioneros o para que sus dirigentes puedan volver a moverse sin la amenaza de ser eliminados, sino de poder aumentar sustancialmente su peso político en el futuro del país. En otras palabras, han pasado de soñar con un trozo de la tarta del poder a vislumbrar la posibilidad de quedarse con toda la tarta.
Y en paralelo, como ha quedado bien demostrado desde hace 17 años, a nadie le preocupa realmente la suerte de los millones de afganos atrapados en una pesadilla de la que no van a librarse fácilmente. Si ya Obama rebajó en su momento el nivel de ambición que había planteado su antecesor –pasando de la “democratización” del país a la “estabilización”–, ahora a Trump parece que le basta con la palabra de quienes están empeñados en imponer su rígida visión a una población que ni ha importado ni importa realmente a nadie. Por eso le basta con lograr un precario cese de hostilidades que le sirva para declarar, tan teatral como infundadamente ha hecho en Siria, que la misión está cumplida… aunque lo que venga después sea un regreso al infierno.
Nos preparamos, en consecuencia, para asistir a una farsa teatral en la que se nos tratará de convencer de que la paz está a la vuelta de la esquina en Afganistán y que los talibanes son interlocutores fiables. ¿Cómo lo verá el presidente Ghani con vistas a las elecciones del próximo julio? ¿Podrán presentarse a ellas los talibanes? ¿Cuál será la vara de media para calibrar si los talibanes van a cumplir su parte del trato, impidiendo que los yihadistas de al-Qaeda y Daesh usen Afganistán para amenazar a la región y al mundo? ¿Qué hará Pakistán en este enredo? ¿Acabará todo esto en la casilla de salida donde ya estábamos hace veinte años?