Aunque resultan cotidianas las referencias al futuro del español en EEUU –con los cambios demográficos de los hispanos y el nuevo clima social, furiosamente adverso a la multiculturalidad–, otro de los gigantes continentales está mostrando cambios que merecen ser señalados. Brasil no es un coloso sólo en América, sino más bien en el mundo: es el quinto país del mundo en extensión y población, y su PIB es mayor que el de Canadá, Corea del Sur, Rusia y España. Tras EEUU es, por tanto, el mayor país americano en habitantes, riqueza y tamaño. Su población escolar, 50 millones de niños y jóvenes, es mayor que toda la de España.
Brasil empieza por “B” de BRICS, el afortunado acrónimo con que Goldman Sachs bautizó, hace más de una década, a los países cuyas economías encabezarían el crecimiento global del siglo XXI. Hoy, sin embargo, no gozan de la misma buena prensa que en el pasado y el color de las expectativas ha cambiado de raíz. La crisis a la que los brasileños han hecho frente en el último lustro tiene muchos frentes. El primero es el económico: después de los años del “milagro brasileño” con la presidencia de Lula Da Silva, con crecimientos anuales del PIB superiores al 7%, la economía brasileña experimentó un violento frenazo en 2014 y dos años de retrocesos en 2015 y 2016. Son los mismos años en los que la corrupción en torno a Petrobras y la constructora de Marcelo Odebrecht no sólo implicó a dirigentes, autoridades y representantes de todo el espectro político brasileño y a muchos de sus principales empresarios y gestores económicos, sino que también salpicó de fango a cuadros políticos y empresariales de todo el continente. La crisis política, con la destitución de Dilma Rousseff tras el correspondiente juicio político, sucedida por su vicepresidente Michel Temer, y el encarcelamiento de Lula en abril de 2018 han sumido al país en el desánimo social, en los años en los que el calendario hubiera previsto una resaca menos violenta del “milagro”, el Mundial de fútbol (2014) y los Juegos Olímpicos de Río (2016).
“En un país con un poderoso sector cultural apoyado en un fortísimo mercado interno, la recesión también ha llegado a ese campo”
En un país con un poderoso sector cultural apoyado en un fortísimo mercado interno –que nunca ha sido capaz de desarrollar el suficiente músculo exterior más que en el audiovisual– la recesión también ha llegado a ese campo. Entre 2012 y 2015, Brasil exportó a la UE un 35% menos de productos y servicios culturales y, por supuesto, las importaciones brasileñas de cine, libros y bienes creativos han sufrido descensos muy significativos, debilitando a todo el tejido cultural. A esto hay que agregar la pérdida de fuelle de la política exterior brasileña y su menor implicación en el contexto regional, marcado básicamente por las relaciones con sus vecinos. Es importante señalar que Brasil tiene fronteras comunes con todos los países sudamericanos (la práctica mayoría de ellos hispanohablantes), salvo dos, Chile y Ecuador.
En este contexto atronador, quizá no haya tenido eco suficiente la decisión del gobierno Temer de desactivar la “Ley del español”, promulgada por Lula en 2005. Como parte de los esfuerzos por promover la conexión de la economía y la sociedad brasileña con sus vecinos, con Mercosur como principal andamiaje multilateral, la Lei 11.161 obligaba a todos los estudiantes de secundaria a aprender un idioma extranjero, y a todos los centros públicos a ofertar el español. El resultado, una década después, era muy desigual en cada uno de los estados, obligados a afrontar contrataciones de profesorado muy importantes. Primero la Medida Provisória 746 y, unos meses después, la Lei 13.415 de 2017 restituían al inglés como lengua única en la oferta de la enseñanza secundaria brasileña, dejando a los centros la posibilidad de ofertar otros idiomas (“preferentemente el español, de acuerdo con la disponibilidad de oferta, locales y horarios”). Otra pieza más, esta vez en (des)integración cultural, para la crisis del Mercosur.
El Instituto Cervantes mantiene en Brasil más centros que en ningún otro país del mundo (ocho, tras el cierre en 2011 de Florianópolis), procedentes de los años de expansión latinoamericana durante la gestión de César Antonio Molina, a mediados de la década pasada. Y, mientras tanto, el Cervantes sigue sin añadir nuevos centros a la red desde 2009. En estos últimos nueve años sólo ha cerrado sedes. O sólo ha cerrado tres en medio de la crisis, como se prefiera (Florianópolis, Damasco y Gibraltar). Escrita con la letra de las crisis económica y política, y el debilitamiento de la integración regional, la historia de la reciente debilidad del español en Brasil refuerza una conclusión inevitable: la necesidad de apoyarse en la cooperación multilateral panhispánica para defender nuestro recurso cultural más preciado en los países en los que (como EEUU y Brasil) parece estar hoy más en riesgo. Y, en este caso, España debería valorar junto a los mayores países hispanohablantes –Argentina, Colombia y México– qué medidas tomar para que el parlamento de Brasil reconsidere la restitución de la “Ley del español”.