La Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en la RCA (MINUSCA) tiene ante sí el reto de lograr lo que ninguna de las ocho misiones similares impulsadas desde 1979 han conseguido en la República Centroafricana (RCA): la paz. Creada el pasado 8 de abril por la Resolución 2149 del Consejo de Seguridad, tiene un mandato (en virtud del capítulo VII de la Carta) para proteger a la población civil sometida a la violencia de los diferentes grupos armados que asolan el país, desde que los cinco grupos de identidad musulmana integrados en Séléka dieran un golpe de Estado en marzo del pasado año, deponiendo al presidente François Bozizé. También se le ha encargado apoyar las operaciones de desarme de los grupos violentos, implementar el programa de DDR (Desarme, Desmovilización y Reintegración) y asegurar la actividad de los actores humanitarios que tratan de paliar los efectos combinados del prolongado conflicto violento y de la crisis alimentaria que recurrentemente castiga a los 900.000 habitantes de la RCA.
Para cumplir esas tareas se prevé que cuente con unos 10.000 efectivos, aportados principalmente por países miembros de la Unión Africana, a los que se añaden unos 1.800 policías. Precisamente la conformación de esa fuerza es el primer obstáculo a superar, dado que el número de soldados no solo se queda por debajo de la petición del secretario general de la ONU (12.000), sino que la incorporación de los diferentes contingentes nacionales se irá produciendo de manera paulatina. De ese modo, solo en el mejor de los casos se logrará su plena operatividad para febrero de 2015 (cuando su mandato inicial finaliza en abril de ese mismo año, y dando por hecho que los violentos no van a detenerse a la espera de la plena entrada en juego de MINUSCA). Mientras se llega (o no) a ese punto, no resulta claro en qué condiciones queda MISCA (Misión Internacional de Apoyo a la RCA, bajo paraguas de la Unión Africana, desplegada en diciembre de 2013), ni el contingente francés (con unos 2.000 efectivos) encargado desde diciembre pasado del desarrollo de la operación de estabilización Sangaris, ni tampoco la operación EUFOR-RCA de la Unión Europea (con 1.000 efectivos), con la misión de garantizar la seguridad en la capital, Banguí. En principio, se asumía que estas tres iniciativas quedaban desactivadas a partir de la entrada en escena de MINUSCA (el 15 de septiembre pasado); pero no cabe descartar que se mantengan activas hasta que esta última alcance su operatividad plena.
Con todo, el principal problema al que se enfrenta MINUSCA es el creciente nivel de violencia que se registra desde abril en todo el país. Ninguna de las decisiones políticas- el nombramiento en enero de Catherine Samba-Panza como presidenta en funciones y, en agosto, de Mahamat Kamoun como primer ministro, al frente de un gabinete con cinco miembros de Séléka- y diplomáticas- el acuerdo alcanzado el pasado agosto para el cese de hostilidades, alcanzado en Brazaville (República del Congo) entre representantes de los Anti-balaka y de Séléka- han apaciguado la vida nacional. Por el contrario, como resultado del nombramiento de Kamoun- un musulmán que ya había trabajado con Bozizé y el golpista Michel Djotodia- y del rechazo de facciones importantes de ambos bandos a lo acordado en Brazaville por líderes internamente muy cuestionados, la RCA experimenta desde agosto un recrudecimiento de la violencia. Además de haber provocado una nueva oleada de refugiados- hasta un total estimado en la actualidad de 290.000 personas (sobre todo en Chad)-, se multiplican no solo los asesinatos (de musulmanes en su mayoría, pero también de población de identidad cristiana) sino también los ataques a las tropas de pacificación francesas y de la Unión Africana.
Por una parte, Séléka– que había sido formalmente desmantelada en septiembre pasado por Djotodia, cuando pasó de líder de la coalición a presidente del país- ha iniciado una nueva etapa desde su base principal en Bambari. En su actual formato sigue no solo atacando localidades de mayoría cristiana, sino también cuestionando la autoridad de los nuevos gobernantes, con la pretensión de consolidar el control de un territorio propio que le sirva de base para aspirar al dominio nacional (o, en su defecto, para fracturar definitivamente el país). Conviene señalar que internamente presenta una seria fractura entre quienes reconocen o rechazan a Mohamed Mousa como nuevo líder, lo que augura más violencia y más dificultades en cualquier intento de negociación futura para garantizar el cumplimiento de lo que pueda firmarse.
Por otra, los grupos cristianos Anti-balaka no están menos fragmentados internamente, dado que no todos sus integrantes aceptan a Edouard Ngaissona como líder. Desde el forzado abandono de la escena política de Djotodia, en enero pasado, estos grupos han reforzado su apuesta violenta contra la población musulmana (15% del total nacional, frente a un 50% de cristianos y otro 35% animista). Desde entonces la violencia se ha multiplicado en una lucha de todos contra todos ante la que poco han podido hacer las autoridades nacionales y las escasas fuerzas extranjeras. Y así siguen hasta hoy, poniendo en cuestión el calendario electoral (con una llamada a las urnas prevista inicialmente para antes de finales de año) y la seguridad de la población.