Desde hace casi una década la inmigración es en el Reino Unido objeto central del debate político. Desde que aparecieron los primeros signos de crisis económica, en 2007, y el primer ministro laborista Gordon Brown prometió crear “British jobs for British workers”, ése y los sucesivos gobiernos británicos han lanzado mensajes que intentan calmar la ansiedad que parte de la sociedad británica siente ante la continua llegada de más inmigrantes y la salida simultánea de británicos, en un proceso de sustitución de la población del país. Si en el 2007 los inmigrantes de primera generación eran cinco millones, en el 2014 llegaron a los ocho millones y su porcentaje sobre el total de la población en edad de trabajar alcanzó el 17%. La inmigración es sobre todo visible en Londres: el 40% de los habitantes del inner-London son extranjeros, el 60% en el barrio de Westminster.
Los periódicos sensacionalistas llevan años azuzando los sentimientos anti-inmigración que han dado luz a un partido relevante, xenófobo y nacionalista, el UKIP, y, más importante aún, condicionan el discurso y las políticas de los dos grandes partidos tradicionales, hasta el punto de que la inmigración intraeuropea, que supone ahora la mitad de la que recibe anualmente el Reino Unido, se ha convertido en uno de los principales argumentos contra la permanencia en la UE. Los argumentos que se utilizan contra ella atacan en todas las direcciones: los inmigrantes “quitan trabajo” a los autóctonos, abusan del sistema del bienestar y especialmente de las prestaciones no contributivas y suponen una carga excesiva para los servicios públicos, educativos y sanitarios. A estos argumentos se oponen otros que muestran el bajo consumo sanitario de la población inmigrante, joven en su mayoría, señalan que el 20% de los médicos del servicio nacional de salud son inmigrantes, indican que no hay sustitución sino complemento entre los trabajadores autóctonos y los extranjeros y que la contribución neta de la inmigración a la economía del Reino Unidos es mayor que su coste para el sistema de bienestar. El debate, del que se puede ver aquí una caricatura esquemática, es continuo, repetido y difícilmente resoluble por la vía de las estadísticas, aunque éstas se utilizan con profusión. A los argumentos específicos contra la inmigración más reciente se une el sentimiento de amenaza a la identidad y el temor a la consolidación en suelo británico de grupos musulmanes radicales, un problema que se ha agravado a raíz de la existencia del Estado Islámico y la salida hacia él de jóvenes británicos de origen musulmán.
Una petición presentada al Parlamento británico en el otoño pasado, firmada por 217.000 personas, exigía un cierre completo de las fronteras a los inmigrantes con dos argumentos: los extranjeros “están llevándose nuestros beneficios sociales, costando millones al gobierno” y “muchos de ellos intentan convertir el Reino Unido en un país musulmán”. Unas semanas después se presentó otra petición, ésta firmada por 463.000 personas, que pedía igualmente un cierre de fronteras hasta que el Estado Islámico fuera derrotado con el argumento de que entre los refugiados e inmigrantes irregulares podían estar entrando yihadistas en el Reino Unido. Este temor específico al yihadismo o el radicalismo islamista no tiene relación alguna con la pertenencia del Reino Unido a la UE y, sin embargo, tiñe todo el debate y arroja confusión sobre él. Reino Unido no pertenece al espacio de Schengen y su política de refugio –que se encuentra en el grupo de las más generosas– no ha sido dictada por la UE.
A pesar de todas estas sombras, hay razones para el optimismo respecto al papel que pueda jugar la inmigración en el debate sobre la permanencia o la salida de la UE (Brexit). Pese a la imagen que transmiten los tabloides y los partidos políticos, pese al “ruido” que provocan en torno a este tema, las encuestas internacionales muestran que la población británica tiene una posición netamente favorable a la inmigración, tanto a la intracomunitaria como a la externa.
Así, la Encuesta Social Europea (2014) muestra que el 68% de los británicos opina que “la presencia de inmigrantes de otros países de la UE es buena para nuestra economía” y el 70% cree que “el país necesita migrantes para trabajar en ciertos sectores de la economía”. Por su parte, el Eurobarómetro de noviembre del 2015 señala que el 65% de los británicos está de acuerdo en que los inmigrantes suponen una contribución positiva para su país y el 77% opina que el Reino Unido debe ayudar a los refugiados. En todos estos casos están por encima de la media de la UE, que expresa en conjunto opiniones menos favorables, incluso excluyendo a los países de Europa del Este, mucho más negativos que el resto ante la inmigración y el refugio.
En definitiva si, como pronostican, la campaña para el referéndum del 23 de junio va a girar en buena parte en torno a la inmigración, hay motivos fundados para esperar una victoria de los europeístas. Por otra parte, las concesiones que el resto de la UE acaba de hacer al Reino Unido en el Consejo Europeo de febrero en materia de inmigración intracomunitaria influirán con seguridad en la reducción del rechazo a la permanencia en la UE. En conjunto, hay razones para el optimismo.