¿Fue George F. Kennan más un historiador diplomático que un diplomático de influencia en los círculos gubernamentales? La respuesta debería ser afirmativa, pues, a a pesar de su prestigio como el estratega de la contención frente a la URSS desde los inicios de la Guerra Fría, Kennan tuvo siempre grandes dificultades para ser lo que en el Renacimiento hubieran llamado “consejero de príncipes”. Desde la época de Eisenhower, y salvo algunos reconocimientos puntuales como una embajada en Belgrado o la participación en algunos homenajes en la Casa Blanca, apenas tuvo influencia real en la política exterior de su país. Pero esto no significa que políticos, periodistas e historiadores se hayan privado de citar a Kennan en las últimas décadas y calificarlo como el gran estratega americano de todos los tiempos, hasta el punto de buscar las similitudes en sus propios discursos con las opiniones de este singular e inclasificable intelectual.
Cuando se publicó en 2011 una galardonada biografía escrita por John Lewis Gaddis, se inauguró una “kennanmanía” que no ha cesado hasta hoy. Probablemente se deba a que estamos ante un cambio de época, con horizontes tan desconocidos como los de la Guerra Fría en comparación con el mundo anterior a 1945. De ahí que se recurra a Kennan en busca de coordenadas para moverse en un mundo distinto al del siglo XX.
Se ha llegado a decir que la política exterior de Obama se mueve en los parámetros del realismo de Kennan. Tampoco este estratega simpatizaba con las intervenciones militares exteriores y, en cambio, abogaba por la diplomacia y por lo que después se ha llamado soft power. Se opuso tanto a la guerra de Vietnam como a la invasión de Irak en 2003, y solía repetir una recomendación de John Quincy Adams, el sexto presidente americano, que aseguraba que “una nación no debería ir al extranjero en busca de monstruos que destruir”. Su rechazo a que EEUU fuera el policía del mundo tenía, sin embargo, la contrapartida de la búsqueda del equilibrio en las relaciones internacionales. Se trataba de un realismo que no creía en victorias sobre “imperios del mal” sino que recomendaba la diplomacia para evitar males mayores. El combate debía ser político y psicológico, y no tanto militar.
Sin embargo, Barack Obama, en una entrevista concedida a David Remnick para The New Yorker en 2014, aseguraba que EEUU no necesitaba de una nueva y gran estrategia, ni siquiera de George F. Kennan ahora mismo. El presidente venía a negar así la existencia de una doctrina Obama, por mucho que algunos comparen su trayectoria con el realismo de Nixon y Kissinger, y prefería pensar en la existencia de corrientes en la Historia y en la necesidad de moverlas en una u otra dirección, ya que no se puede determinar su destino final. Fareed Zakaria, un analista de política exterior muy estimado por Obama, opinaba entonces que el presidente creía en los cambios orgánicos y en que los cambios acaban llegando a los países de muy distintos modos, más que por los discursos liberadores importados de Occidente.
Con tales planteamientos, la sabiduría de Kennan no sería estimada por Obama, como tampoco lo fue por presidentes anteriores. Hay que tener en cuenta que el gran estratega del realismo era, sobre todo, un historiador de las relaciones internacionales, un hombre de apasionadas lecturas y que valoraba especialmente el papel de las grandes obras de la literatura para intentar comprender la psicología humana. Obama es también una persona de grandes lecturas y discursos con citas bien escogidas, pero no es un historiador sino un abogado brillante y un político experto en el arte del storytelling, practicado con frecuencia por los presidentes desde la época de Ronald Reagan. En cambio, Kennan encontraba inagotables fuentes de inspiración, además de en la Biblia y Shakespeare, en Burke, Gibbon, The Federalist Papers, Tocqueville y la literatura rusa del siglo XIX. De él se dijo que era un nostálgico del mundo anterior a 1914, aunque lo cierto es que supo combinar ideas y análisis para moverse en el escenario de incertidumbres de la Guerra Fría.
Las discrepancias más importantes entre Kennan y Obama se encontrarían hoy en Oriente Medio. Es probable que el estratega reprochara al presidente no haber sabido mantener el equilibrio geopolítico en la región. Buscar un acuerdo con Irán en materia nuclear no debería haberse hecho al precio de haber despertado los recelos de Arabia Saudí y los Estados suníes del Golfo, además del propio Israel. Tampoco habría visto Kennan con buenos ojos la actuación en Siria, donde se ha dejado la iniciativa a Rusia, aliada de Bashar al-Assad, lo que tampoco ha complacido a los aliados tradicionales de Washington. Y si bien es cierto que Kennan hubiera aplaudido que EEUU no interviniera directamente contra el régimen de Gadafi, no por eso se sentiría satisfecho del caos que sigue amenazando a Libia.
Pero sobre todo habría reprochado a la Administración Obama su postura frente al Daesh. Le parecerían insuficientes las medidas militares y habría recordado, como en su día escribiera acerca de la URSS, la necesidad de reconocer la naturaleza del movimiento al que había que enfrentarse. Cualquier otra cosa solo serían tácticas coyunturales, y no una estrategia en la que las ideas deben tener un papel destacado.