Se suele decir (con razón) que Francia es un país de huelgas y manifestaciones. Cada tanto, nos vemos sorprendidos por acontecimientos de una magnitud considerable en el país vecino. No obstante, en esta ocasión la situación ha llegado a suponer un terremoto que no se recordaba desde, probablemente, mayo de 1968. Llegó un punto, de hecho, a principios de diciembre en el que el ambiente era plenamente revolucionario (lo recuerdo bien porque coincidió con que me encontraba en París justo entonces). Todas las tertulias le dedicaban un espacio enorme a la crisis de los chalecos amarillos (o gilet jaunes) y, en ellas, se hablaba incluso abiertamente de “llegar al Elíseo” (sic). Se puede sospechar muy bien con qué propósitos.
Emmanuel Macron, la gran esperanza del europeísmo, se sintió literalmente contra las cuerdas. Tras unas semanas de dudas sobre cómo responder acabó buscando una salida en tres direcciones: por un lado, echó marcha atrás respecto a la tasa medioambiental que había propuesto, la medida que había originado todo el movimiento en primera instancia (pero de la que nadie se acordaba ya); por otro, sucumbió a las presiones para aumentar el poder adquisitivo de los franceses, elevando el salario mínimo en 100 euros; por último, y no menos importante, anunció que se ponía en marcha el denominado “Gran Debate Nacional”, con el objetivo de que la ciudadanía francesa se expresase durante dos meses, debatiendo intensamente en torno a cuatro ejes de conversación (transición ecológica, fiscalidad, democracia y ciudadanía y, por último, organización del Estado y de los servicios públicos). Hasta la fecha, casi 3.000 debates han tenido lugar en este formato. Y se espera que otro número similar tenga lugar en adelante. Las cifras son, sin duda, apabullantes.
¿Y qué ha conseguido con ello? Dos cosas, fundamentalmente: una más esperable y otra un poco menos. La más evidente es la disminución del apoyo de la opinión pública al movimiento de los chalecos amarillos. Según los sondeos, se ha producido un descenso del 69% al 43% a favor de que el movimiento siga manifestándose. Con su Gran Debate Nacional, unido al desgaste intrínseco a manifestarse cada sábado (van ya “14 Actos”) y a la violencia provocada por los “casseurs” (o profesionales de la destrucción), Macron ha conseguido desarticular en gran medida al movimiento (ha pasado de un máximo de casi 300.000 manifestantes en noviembre a 41.500 el último sábado). El otro gran hito que ha logrado, y este no era tan evidente, es revertir la tendencia a la baja en su popularidad, incrementando levemente el grado de aprobación que le otorgan los franceses (si bien se sitúa solo en el entorno del 30%). Esta cuestión no es menor en absoluto en estos momentos, dadas las inminentes elecciones al Parlamento Europeo.
Así pues, y por paradójico que pueda parecer en un principio, podríamos incluso pensar que la crisis de los chalecos amarillos le está viniendo bien al presidente galo. Eso, o al menos, que su gestión de la crisis está siendo positiva para sus intereses. Además de lo ya citado, otro motivo por el cual Macron haría bien en esperar un buen resultado en los comicios de mayo es la dispersión del voto como consecuencia de la aparición de los gilet jaunes. Los datos nos dicen que, mayoritariamente, quienes apoyan a los chalecos son gente que proviene de los extremos políticos, ya sea la extrema derecha (el 78% de los seguidores de Le Pen apoya al movimiento) o la extrema izquierda (el 74% de los seguidores de Mélenchon hace lo propio). En el momento de mayor ebullición del movimiento, había quienes se frotaban las manos sobre lo que esto podía suponerles en términos de rédito electoral. Ya no es así, el apoyo ha descendido. Y menos aún desde que se ha anunciado la posibilidad de la creación de alguna lista electoral heredera del movimiento de los chalecos y que podría competir con las otras opciones populistas.
En definitiva, de una forma u otra, todo apunta a finales de mayo. No obstante, habrá una parada intermedia, en la que se definirán también bastantes cosas. El 15 de marzo se termina oficialmente el Gran Debate Nacional. Todavía hoy no está nada claro cómo va a decidir utilizar Macron este ejercicio participativo, que ha generado unas altas (quizás demasiado) expectativas. Se ha venido hablando de la posibilidad de acabar incluso con un referéndum múltiple. En todo caso, si no es capaz de responder a esas expectativas, es de esperar que este movimiento (o, en general, cualquier otro que sea contestatario), sea capaz de ganar tracción de nuevo y poner en jaque la estabilidad en Francia. No olvidemos que aunque Macron ganó las elecciones en 2017 de manera holgada, su diagnóstico de que había recibido un mandato para llevar a cabo una reforma liberalizadora del país no era acertado, no al menos al 100%. Una gran parte de la sociedad francesa lo votó como mal menor ante el riesgo de que Le Pen se convirtiese en Presidenta de la República. Bien haría en no desaprovechar la oportunidad que tiene a su disposición.