Lo que comenzó como un acrónimo simpático inventado por Jim O’Neill cuando era economista jefe de Goldman Sachs en 2001 para referirse a Brasil, Rusia, India y China (BRIC), los países no-OCDE más pujantes en aquella época, ha terminado por transformarse en un selecto club de potencias que quieren cambiar la gobernanza económica global. Así, acaba de tener lugar en Fortaleza, Brasil, la VI cumbre BRICS (a los cuatro originarios se les ha unido Sudáfrica), lo que constata que las reuniones de este grupo tan heterogéneo de países ya se han consolidado. Y lo que intentarán conseguir es fácil de decir y difícil de instrumentalizar: buscan aumentar su influencia en el modo en el que se fijan las reglas del juego de la globalización, bien modificando los equilibrios de poder en las estructuras ya existentes, como el G-20, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio (OMC), bien creando otras instituciones paralelas en las que los países avanzados no tengan influencia.
Desde Occidente es fácil criticar al grupo de los BRICS diciendo que es un constructo sui generis con pocas cosas en común cuyo único punto de unión es su descontento con el actual orden económico internacional, que se apoya en las instituciones creadas tras la Segunda Guerra Mundial bajo liderazgo estadounidense y que se ha adaptado poco a los nuevos tiempos de multipolaridad económica y declive relativo de Occidente. Y, si bien es cierto que en el grupo de los BRICS conviven democracias, autocracias y dictaduras; economías exportadoras de commodities con otras que devoran materias primas y energía; y potencias que aspirar a tener influencia global algún día con otras que bastante tienen con cuidar sus patios traseros; lo cierto es que representa el 40% de la población mundial y un cuarto de su PIB y que, si avanzan con iniciativas concretas, podrían empezar a lograr algunos cambios.
De momento, y con buen criterio, los BRICS han empezado por la cooperación económica, que es donde tienen una mayor sintonía. Es un área en la que se sienten cada vez más frustrados. Primero, porque en el G-20, donde por fin tienen voz (no sucedía así en el G-7/8), no ven que sus demandas se traduzcan en grandes avances, en especial en lo relativo a la coordinación monetaria internacional y las guerras de divisas, que tienen mucho que ver con el papel hegemónico que el dólar sigue jugando en el sistema monetario internacional (recordemos que el G-20, tras un periodo de protagonismo en 2008-2010, cuando sus acuerdos salvaron al mundo de una segunda Gran Recesión, lleva varios años sumido en la irrelevancia). Y, segundo, porque el Congreso estadounidense está bloqueando un acuerdo alcanzado en 2010 en el seno del propio G-20 para darle a los BRICS (y a otros emergentes) más voz en el FMI.
Es por ello que han propuesto crear dos instituciones nuevas que rivalicen con las de Bretton Woods (el FMI y el Banco Mundial): se trata de un Banco de Desarrollo y de un Fondo de Reservas común, cada uno dotado con 100.000 millones de dólares. El primero tendría como objetivo financiar proyectos, sobre todo infraestructuras, ya estos países necesitan llevar a cabo enormes inversiones públicas para poder sostener su potencial de crecimiento en los próximos años (sobre todo India, Brasil y Sudáfrica). El segundo serviría para proveer de liquidez a quienes tuvieran que enfrentarse a crisis financieras; es decir, aspiraría a sustituir al FMI, que tiene bastante “mala prensa” en las potencias emergentes desde sus actuaciones en la crisis asiática de 1997. Se trata, por tanto, de estructuras alternativas de financiación que no cuenten con la intromisión de los países ricos a la hora de tomar sus decisiones.
Se trata, sin duda, de una iniciativa que puede tener un impacto importante. Sin embargo, hay muchos interrogantes por resolver. Primero, habrá que ver si efectivamente se desembolsará el capital y si la estructura de gobernanza de ambos fondos puede ser pactada, algo que no será sencillo dado que China es mucho más potente y solvente que el resto de los BRICS (recordemos que iniciativas similares de cooperación monetaria y financiara como el Banco del Sur o el acuerdo de Chang Mai de momento no se han mostrado muy efectivos). Y segundo, habrá que ver si otros países emergentes recurren a estos fondos, en caso de que se acuerde que puedan hacerlo si se enfrentan a crisis financieras, optando así por dar la espalda al FMI, lo que tendría implicaciones geopolíticas de primer orden.
Por otra parte, esta iniciativa podría servir también para desatascar la reforma del FMI, algo que es necesario para adaptar la institución a los retos del siglo XXI.
En todo caso, los países avanzados harían bien en hacer un esfuerzo para encontrar un encaje adecuado para las potencias emergentes en las instituciones ya existentes. La consolidación de estructuras paralelas solo contribuirá a hacer más difícil la cooperación económica internacional y la gobernanza de la globalización, precisamente cuando ésta es más necesaria para gestionar los cambios en los equilibrios de poder que se están produciendo en la economía mundial por el auge de los BRICS.