La Corte Permanente de Arbitraje (CPA), un oscuro pero importante organismo internacional con sede en La Haya, no se ha metido a juzgar cuestiones de soberanía, pero en el caso que en 2013 planteó Filipinas contra China por unos islotes, dictaminó la semana pasada en 501 densas páginas que las reclamaciones de Pekín en torno a algunas rocas del Mar del Sur de China carecen de base legal, y por tanto no dan derecho a control alguno sobre sus aguas circundantes. El veredicto no tendrá efectos prácticos pues China, que no reconoce la jurisdicción del Tribunal en este caso, no dejará de actuar como lo hace. Pero refuerza, al menos jurídicamente, a los que se oponen a los intentos de control desde Pekín de esta importante vía marítima. Y puede acabar llevando a una negociación.
Los cinco jueces del tribunal no han entrado a juzgar a quién corresponde la soberanía de estos islotes, entre los que se encuentra las Spratly, las Paracelso e incluso el Bajo de Masinloc (Scarborough Shoal en inglés), por el cual Pekín ha tomado medidas económicas de represalia contra Manila en los últimos meses, entre otros atolones. Son un paso crucial hacia el estrecho de Malaca, una vía esencial, un centro de gravedad, de la globalización. La Corte se limita a juzgar los efectos de la realidad de estas tierras sobre el control de sus aguas circundantes, en base a la Convención de Naciones Unidas sobre Derecho del Mar (CDM o UNCLOS, en sus siglas en inglés) suscrita en 1982 pero que sólo entró en vigor en 2008 y de la que forman parte 167 Estados, entre ellos, China. En el caso de que se hubiera tratado de islas, estas darían derecho a una Zona Económica Exclusiva (ZEE) de 200 millas marítimas y al control sobre sus recursos (petróleo o gas en el subsuelo, pesca, etc.). Si se trata de rocas, peñones o arrecifes incapaces de sostener vida humana y actividad económica, tan solo a 12 millas de mar territorial. Y si sólo sobresalen en marea baja, a nada. En general, aunque tampoco de forma total, Filipinas mantiene sus 200 millas de ZEE en su entorno.
La geopolítica del caso, en la que no entra el Tribunal, es clara. Más incluso que por posibles riquezas submarinas, por lo que supone de control sobre pasajes marítimos. Por aquella zona transita un 70% del comercio marítimo mundial (y hacia más lejos, un 80% del de Japón, y de sus suministros esenciales de petróleo y gas). Los países vecinos –como Malasia, Brunei, Vietnam, Taiwán e Indonesia, y, más lejos, Japón– también metidos en disputas de este tipo con China y entre ellos, se han mostrado satisfechos con el fallo.
El Tribunal ha tenido dificultades para juzgar el estado de la cuestión, pues China –y otros países– han construido plataformas artificiales sobre algunas de estas rocas. Además de rechazar sus reclamaciones, los jueces estiman que China ha hecho un daño irreparable al entorno marítimo al construir en la Zona Económica Exclusiva de Filipinas.
Pese a no disponer la Corte de instrumentos para aplicar sus resoluciones –tendría que tomar cartas en el asunto el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en el que China tiene derecho de veto–, el fallo se puede considerar un triunfo del Derecho Internacional. ¿O no? Por una parte, China, que reclama desde 1949 la soberanía sobre esta zona desde que fijara su famosa “Línea de Nueve Trazos” (Nine-Dash Line), equivalente a un 85% de ese mar meridional, considera el veredicto papel mojado. Aunque nunca ha precisado qué pretende controlar en el interior de esa línea, seguirá con su política de hechos consumados y despliegues militares, si bien es posible que acabe intentando negociar con Filipinas. Como bien indica Mario Esteban, este fallo de la CPA también supone un duro revés para las contrapuestas reivindicaciones de Taiwán sobre este Mar del Sur de China.
EEUU, con Barack Obama (y Hillary Clinton cuando era su secretaria de Estado) considera interés vital que nadie controle esos pasos. Aunque en tensión militar con China en la zona, se ha mantenido formalmente neutral, pero apoya el veredicto, pese a que Washington nunca ha ratificado la Convención sobre Derecho del Mar (aunque la suscribió en 1994) sobre la que se sustenta este fallo. Finalmente, Japón tiene un caso no igual pero relacionado con Taiwán por el atolón de coral de Okinotori, no una disputa sobre su soberanía, japonesa, sino también sobre sus características y lo que éstas implican en términos de aguas territoriales y de Zona Económica Exclusiva para Japón.
Es importante evitar una escalada militar. Como señala un informe de Brookings, “al hacer retroceder la asertividad de China” en la zona, “Estados Unidos debe tener cuidado de no contribuir involuntariamente a la militarización de la región”. De hecho, la Administración Obama, pese a sus movimientos y maniobras navales y aéreas, ha advertido contra una militarización de estas disputas. El fallo de la CPA va a llevar a un aumento de tensiones, aunque terminen en algún tipo de negociación. Pero también el caso refleja el desprecio de China a las instituciones de un orden internacional cuando no le conviene (como, por cierto, hizo EEUU frente a Nicaragua en los 80 en el Tribunal Internacional de Justicia). China, a su vez, está lanzada en el gran proyecto de gran ingeniería geopolítica –de “conectografía” según la terminología de Parag Khanna–, de la nueva Ruta de la Seda, también llamada “un franja, una ruta” (One Belt, One Road) por tierra y mar, justamente para reducir su dependencia de suministros y exportaciones a través de ese Mar del Sur, que, de momento, pretende controlar.