Gaddafi gobernó Libia con puño de hierro durante casi 42 años. Creó a su antojo una yamahiriya (Estado de las masas) que ni era un Estado con instituciones funcionales ni respondía a la voluntad de las “masas”. El 17 de febrero de 2011 se produjo una revuelta popular –inicialmente pacífica– contra su régimen. Un líder megalómano como él, conocido por su historial sanguinario, no toleró ese desafío. Estaba preparado para aplastar el este del país cuando una coalición internacional, avalada por el Consejo de Seguridad y apoyada por la Liga Árabe y la Unión Africana, frustró sus planes de venganza. La intervención internacional contribuyó decisivamente a la caída del régimen de Gaddafi y a su captura por parte de milicianos, que acabaron con él en octubre de ese año. Lo ocurrido desde entonces es la historia de un fracaso colectivo totalmente evitable.
Durante el año posterior a la caída de Gaddafi hubo signos esperanzadores en Libia: había un estado de optimismo entre buena parte de la población, se celebraron las primeras elecciones democráticas en la historia del país, hubo una elevada participación en esas elecciones, se recuperó la producción de petróleo y los niveles de violencia eran muy inferiores a los que había augurado el propio Gaddafi antes de morir. Ésa fue la ventana de oportunidad que se abrió para plantar los cimientos de una transición democrática que sacara a Libia de décadas de dictadura y pusiera fin a una forma errática de gestionar el país y de relacionarse con el mundo.
Libia hoy es un país en caída libre, con crecientes niveles de caos y violencia. No existe un gobierno central, sino dos gobiernos rivales entre sí, con dos “parlamentos” y dos grupos heterogéneos que luchan por controlar el banco central y la compañía nacional de petróleo. En Libia hoy no existen unas fuerzas del orden que sean legítimas ni que mantengan la paz social. Numerosas milicias armadas campan a sus anchas, imponen su voluntad por la fuerza, aterrorizan a la población, acaparan las fuentes de riqueza nacional, destruyen la infraestructura del país y aplican castigos extremos a quienes se les opongan.
Libia, además, se ha convertido en una amenaza grave para su entorno regional. El vacío de poder, la proliferación y el contrabando de armas, el tráfico de personas y mercancías ilícitas y la ausencia de un control efectivo de sus fronteras terrestres (más de 4.300 kilómetros) son factores que deberían causar enorme preocupación a sus vecinos. Su efecto desestabilizador para su entorno va en aumento. El riesgo de que Libia se convierta en un escenario más de la creciente violencia extremista en el norte de África y Oriente Medio es real. A pesar de ello, con frecuencia da la impresión de que Libia no recibe la suficiente atención de los gobiernos occidentales –sobre todo de los europeos– ni de los medios de comunicación.
Desde 2013 hasta ahora se han perfilado dos bloques principales que se enfrentan por el poder y por el control de los recursos de Libia. Por un lado, el bloque representado por el parlamento de Tobruk (al este del país), reconocido por la comunidad internacional, y, por otro, el bloque cuyo parlamento está en Trípoli. Desde la aprobación de la Ley de Aislamiento Político en mayo de 2013 bajo la coacción de milicias armadas islamistas, los sectores afines a los Hermanos Musulmanes y a otras corrientes del activismo islámico han tratado de marginar a los sectores laicos que recibieron un importante apoyo popular en las primeras elecciones democráticas de julio de 2012. Los enfrentamientos políticos pasaron al terreno de combate y los elementos más duros de los dos bandos enfrentados han ido ganando fuerza desde entonces.
Existen dos narrativas enfrentadas en Libia: la primera es la del parlamento de Tobruk bajo la protección del general Jalifa Haftar, quien en mayo de 2014 lanzó la “Operación Dignidad” contra las formaciones islamistas de Bengasi. Para éstos, la batalla es entre fuerzas nacionalistas, laicas y pro-democracia contra radicales yihadistas. La segunda narrativa es la de los partidarios del parlamento de Trípoli, amparados por las milicias islamistas del “Amanecer de Libia”, que ven su lucha como la de los revolucionarios que acabaron con Gaddafi, enfrentados ahora a una contrarrevolución dirigida por elementos del antiguo régimen. Debido a sus posiciones, el primer bando recibe el apoyo de Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Arabia Saudí, mientras que el segundo cuenta con el apoyo de Qatar y Turquía, entre otros.
En agosto de 2014 el diplomático español Bernardino León fue nombrado representante especial de la ONU para Libia. Desde entonces trata de mediar entre las facciones enfrentadas, no sin dificultades ni riesgos. El objetivo de su misión es alcanzar un consenso básico sobre la necesidad de establecer un gobierno de unidad nacional que saque a Libia de la profunda crisis en la que está sumida. Algunos factores deberían favorecer esa reconciliación, como es el hecho de que Libia tiene una población relativamente pequeña (cerca de 6 millones) y bastante homogénea en términos étnicos, lingüísticos y religiosos. Además, Libia cuenta con las mayores reservas de petróleo de África, lo que significa que los libios dispondrían de una fuente de ingresos constante para reconstruir su país sin necesidad de donantes externos.
Salvar a Libia de un futuro más sangriento depende principalmente de los propios libios y de la sensatez de sus dirigentes. Sin embargo, necesitan y seguirán necesitando apoyo desde el exterior para lograr dos cosas: (1) que se sienten a negociar para buscar consensos y acuerdos sobre el reparto del poder y la riqueza; y (2) que se frenen las injerencias regionales que están azuzando el conflicto entre libios.
Libia está al borde de convertirse en un Estado fallido y representa una grave amenaza para su vecindario mediterráneo, europeo, árabe y saheliano. Las injerencias regionales y la indiferencia de Occidente están agravando la situación.