Al igual que ocurre en muchos otros focos de conflicto, la violencia no solo no cesa en Libia por el estallido de la pandemia, sino que incluso se incrementa. Aprovechando la generalizada desatención provocada por la necesidad imperiosa de estar pendiente de lo que ocurre en cada casa, los actores directamente implicados en el conflicto, y sus apoyos externos, aceleran sus apuestas, convencidos de que la COVID-19 les ofrece una magnífica oportunidad para lograr imponerse a sus adversarios o, al menos, ganar posiciones de ventaja para cualquier esfuerzo negociador que pueda plantearse en el futuro.
Así se entiende que el autodenominado mariscal Jalifa Haftar, al frente de una milicia tan potente como el Ejército Nacional Libio (ENL), se haya atrevido el pasado 27 de abril a declarar que acepta el “mandato popular” para tomar el poder en Libia. Aunque el anuncio vino acompañado de una supuesta voluntad para establecer un cese de hostilidades durante el Ramadán, en línea con el llamamiento general realizado por el Secretario General de la ONU el 23 de marzo, no era difícil entender que Haftar deseaba contrarrestar una dinámica que no se ajusta a los propósitos que lo llevaron a lanzar, en abril del pasado año, una ofensiva en toda regla para provocar la capitulación del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), localizado en Trípoli.
El problema para Haftar es que esa declaración no solo no ha tenido hasta el momento ningún efecto práctico, sino que le ha creado varios problemas añadidos. El primero es que, al descubrir tan abiertamente sus ansias de poder apelando a un supuesto mandato popular no solo etéreo sino totalmente inexistente, acentúa las fracturas internas en Tobruk. Teóricamente al menos, Haftar es un jefe militar subordinado a la Cámara de Representantes, con Aguila Saleh a la cabeza, transformada por el acuerdo de Sjirat (diciembre de 2015) en la asamblea legislativa del GAN. Pero, con su estentórea declaración del pasado abril, Haftar ha querido dejar claro que no se subordina a nadie y que no está dispuesto a quedarse relegado en ningún proceso negociador como el que Saleh estaba intentando reiniciar en contacto con la ONU.
Por si eso fuera poco, su gesto tampoco parece haber contentado a Rusia, uno de sus principales valedores –junto a EAU, Arabia Saudí, Egipto y hasta Francia–, como se deriva del despliegue de varios miles de mercenarios del grupo Wagner al lado del ENL en su operación de asedio a la capital, actuando como francotiradores y como combatientes de primera línea. Porque una cosa es que Moscú desee contar con un hombre fuerte al frente de Libia, y otra muy distinta es que confíe en alguien como Haftar, muy próximo a Washington en el arranque del conflicto, y con un perfil antiislamista que ya le ha costado varios desplantes a las directrices emanadas desde el Kremlin.
Más allá de los sueños de poder que pueda albergar Haftar, la cruda realidad le muestra que, cuando ya han pasado trece meses desde el lanzamiento de su ofensiva, su objetivo de doblegar la voluntad política de Fayez al Serraj, presidente del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), y la capacidad de resistencia de las milicias que lo apoyan, con la de Misrata en primera línea, sigue siendo una entelequia. Es cierto que hoy Haftar ya domina la Cirenaica, Fezzan y buena parte de la Tripolitania. Pero no lo es menos que ni siquiera con los mercenarios rusos ha logrado su objetivo militar, ni poner la Compañía Nacional de Petróleo y el Banco Central a su servicio.
Y buena parte de culpa la tiene el presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, al aumentar el nivel de su implicación militar en el conflicto, al lado de los combatientes alineados con el GAN. Hoy se estima que más de 11.000 milicianos sirios –reclutados entre las milicias que Ankara ha estado apoyando en el contexto del conflicto sirio– están desplegados en Libia. Pero lo que, de manera más clara, ha frenado la ofensiva del ENL es el creciente uso de drones armados proporcionados por Turquía, lo que ha revertido la superioridad aérea de la que disfrutaban las tropas de Haftar hasta hace apenas unas semanas. De ahí que Serraj pueda no solo evitar la claudicación, sino que sus leales hayan podido recuperar en abril ciudades próximas a Trípoli, como Sorman y Sabratha, así como pugnar por hacerse con el control de la base aérea de Al Watiya, en poder de Haftar prácticamente desde agosto de 2014.
Aun así, la actual relación de fuerzas sigue siendo favorable al ENL y el apoyo turco- junto con el que le prestan a Serraj tanto Qatar como Italia –no es suficiente para revertir la balanza a su favor en su sueño de consolidarse como un gobierno nacional efectivo. De ahí que, a la espera de ver hasta dónde quieren llegar Moscú y Ankara –socios y rivales simultáneamente–, no haya que perder de vista los esfuerzos de actores externos a varias bandas para regresar en algún momento a la mesa de negociaciones.