Tanto si se mira a la situación humanitaria, como a la política o a la seguridad se impone la idea de que Libia continúa hundiéndose en un abismo sin límite a la vista.
El escandalo producido por la difusión de unas recientes imágenes que mostraban a las claras una subasta de esclavos (llamarlos migrantes en este caso sería edulcorar la brutalidad) es desgraciadamente tan solo una anécdota en un territorio que se ha convertido en campo de acción preferente de mafias que trafican a sus anchas aprovechando su completo colapso. Otra vez el “efecto CNN” se ha cumplido y tras la emisión de las imágenes se han sucedido las sobreactuadas reacciones de gobernantes africanos y occidentales, como si todos ellos se hubiesen enterado en ese mismo instante de lo que viene ocurriendo desde hace tiempo. Y eso ocurre en un país con una considerable riqueza, sobre todo petrolífera, bastante más homogéneo en términos étnicos y religiosos que muchos de sus vecinos y escasamente poblado; unas condiciones que deberían facilitar el bienestar y la seguridad de sus alrededor de 6,5 millones de habitantes y de quienes transitan por su territorio.
Lejos de eso, sin embargo, la insistencia de los grupos armados por lograr una victoria definitiva sobre sus adversarios –un objetivo imposible en un escenario en el que nadie tiene fuerzas suficientes para imponer su dictado– se traduce inevitablemente en el sufrimiento de sus habitantes y en una parálisis política para que el enviado especial del Secretario General de la ONU, Ghassan Salame, no acaba de encontrar modo alguno de romper. Tras la caída de Gaddafi el conflicto ha ido derivando en un marasmo de grupos enfrentados en clave netamente depredatoria de los recursos a su alcance, por mucho que algunos se afanen por presentarse como defensores de la nación o se cubran con una mínima pátina ideológica. En el fondo, sumidos en un macabro juego suma-cero, es necesario entender que hoy por hoy Libia es un territorio atomizado en el que nadie representa realmente a nadie y en el que la inmensa mayoría de los actores en juego buscan únicamente arramblar con lo que esté en cada momento a su alcance.
Como en tantas ocasiones anteriores, un descontrol generalizado de este nivel es también una oportunidad de negocio para los más atrevidos, interesados en cualquier clase de negocios ilícitos, entre los que el tráfico de personas ha ido adquiriendo un perfil considerable. Unos se especializan en explotar en su propio beneficio la parcialmente recuperada infraestructura petrolífera produciendo actualmente en torno a un millón de barriles diarios (frente a los 1,6 que registraba a principios de 2011). Otros, aprovechando que el país no produce prácticamente ningún otro bien –lo que obliga a importar todo tipo de productos– prefieren batallar por el control de las redes comerciales informales, lo que explica en muchos casos la violencia que salpica todos los rincones de Libia. Y otros abusan sin límite de la desgracia ajena en un escenario en el que la crisis humanitaria afecta a no menos de un 20% de la población (más todos los que llegan o transitan por su suelo).
En esas circunstancias la prioridad a corto plazo es simplemente restablecer el orden y los servicios públicos. Pero para ello es necesario que se exista un gobierno efectivo, algo que ni el Gobierno de Acuerdo Nacional, liderado por Fayez al Sarraj, ni mucho menos la Cámara de Representantes (CdR) o el Congreso Nacional General (CGN) tienen a su alcance. La inexistencia de actores con legitimidad y autoridad suficiente para lograr un consenso de mínimos sobre la agenda política se ha vuelto a confirmar con la imposibilidad de acordar una reforma del Acuerdo Político Libio alcanzado en diciembre de 2015 en la localidad marroquí de Sjirat. Esa la tarea que tenía, y en la que ha fracasado estrepitosamente, el comité conformado a partir de la iniciativa de Salame, reuniendo en el cuartel general de UNSMIL, en Túnez, a ocho representantes de la CR y otros tantos del CGN. Y sin ese acuerdo es impensable que se pueda encarar la celebración de una Conferencia Nacional, bajo los auspicios de la ONU, a la que debería seguir la aprobación de una nueva Constitución y la celebración de elecciones presidenciales y legislativas.
Entretanto, la Unión Europea sigue presa de una impresentable parálisis política, centrada exclusivamente en reforzar sus capacidades policiales y en lograr la colaboración de los gobernantes africanos para frenar la llegada de desesperados a las costas europeas. Algo así, a la espera de un “Plan Marshall para África” que nunca se concreta, se verá en la Cumbre Unión Africana-Unión Europea que hoy mismo comienza en Abiyán, con la presencia de 55 jefes de Estado y de gobierno africanos y otros tantos 28 europeos. En sus manos está seguir enfocando las relaciones en clave securitaria, tratando de frenar el impulso humano a tener una vida digna, o apostar por el desarrollo de un continente que en 2050 se prevé que alcance los 2.500 millones de habitantes.