En un día como tantos otros desde hace años nadie faltó a la cita en las aguas internacionales mediterráneas, más allá de las costas libias. Allí estaban, el pasado día 19, los mafiosos que aprovechan el descontrol de un país que solo existe formalmente para traficar con mercancía humana. También estaba, por el otro lado, Médicos Sin Fronteras (en una demostración tanto de ejemplar activismo humanitario como de dejación gubernamental europea para cumplir con sus obligaciones), un buque croata (como parte de la muy limitada operación Tritón, liderada por FRONTEX), uno alemán y otro británico (integrados en EUNAVFOR Med, que acaba de activar la segunda fase de la operación comunitaria que le permite actuar contra buques traficantes en alta mar, pero no en aguas libias), patrulleras y guardacostas italianos, barcos mercantes y otras naves griegas y maltesas. Y, por supuesto, también estaban los desesperados seres humanos (casi 4.700 en este caso) que ese día lograron finalmente alcanzar territorio europeo, tras haber dejado atrás sus hogares, sus pertenencias y una violencia que los ha convertido en meros “daños colaterales” en las crónicas diarias de Siria, Irak, Afganistán, Yemen y un buen número de países sahelianos y subsaharianos.
Dado que en esta ocasión tan solo se ha informado de una persona muerta, habrá quien hasta se atreva a calificarlo de un buen día. Sin embargo, aunque salvar de la muerte a quienes ya estaban prácticamente condenados debe ser valorado muy positivamente, detenerse ahí haría olvidar todo lo demás. Y eso incluye tanto el deterioro de la situación en los países de emisión de esos crecientes flujos de población, como la pésima respuesta comunitaria a lo que ocurre ante sus propios ojos.
Tomando el caso de Libia como ejemplo, hay que volver a insistir en que hoy esos 1,7 millones de km2 están fuera de control. A pesar de los intentos de Bernardino León- enviado especial de la ONU y jefe de la UNSMIL desde septiembre de 2014-, nada apunta a que la solución política al desastre generado tras el derrocamiento del dictador Muamar Gadafi esté próxima. El problema no está solamente en superar las enormes dificultades para alcanzar un mínimo consenso entre los actores políticos que se agrupan, por un lado, en el Congreso Nacional General y, por otro, en el gobierno de Tobruk, sino, más complejo aún, en cómo subordinar a los actores armados a una autoridad común.
En el plano político, y a pesar de acuerdos provisionales como el del pasado julio, la situación sigue mostrando un encastillamiento que deja muy pocos resquicios al entendimiento. A fin de cuentas, ambos centros de poder se sienten capacitados para soportar el desafío en la medida en que disponen de un brazo armado activo y de territorio propio (Tripolitania y Cirenáica), dotado de hidrocarburos que pueden financiar su apuesta. Es cierto, en cualquier caso, que el gobierno de Tobruk cuenta con reconocimiento internacional (gracias, sobre todo, a su antiislamismo) y con apoyo militar de Egipto y Emiratos Árabes Unidos; pero ni así cabe suponer que esa ventaja sea determinante. De ahí que poco quepa esperar de un posible acuerdo para conformar un gobierno transitorio, encargado de organizar unas elecciones a corto plazo (conviene recordar que el parlamento de Tobruk finaliza su mandato el próximo 20 de octubre).
En el plano militar, descartada una (por otro lado, indeseable) intervención internacional como la que se produjo en 2011, ni termina de levantarse el embargo de armas decretado en febrero de 2011 (aunque obtener armas no es un problema para los violentos), ni mucho menos cabe imaginar que se atienda la petición de Tobruk para que la Liga Árabe encabece una operación militar en su favor. Actualmente ninguno de los actores enfrentados está desarrollando una operación militar a gran escala, lo que no quita para que la violencia se haya enseñoreado de buena parte del territorio nacional, alimentada tanto por las diferentes milicias que se engloban en Libia Fajr (alineada con Trípoli) como por el llamado Ejército Nacional Libio (con el general Hifter a la cabeza, en el bando de Tobruk), a los que se suman grupos yihadistas que ya incluyen a Daesh.
Es ese río revuelto en el que florecen los traficantes de personas. Y frente a esa tragedia, tanto aquí como en el resto del Mediterráneo, los Veintiocho solo parecen centrados en cómo “subastar” a los 120.000 seres humanos que algunos todavía se empeñan en denominar inmigrantes y otros quieren ver como prototerroristas. Mientras se suceden las fallidas cumbres comunitarias para acoger a lo que solo representaría el 0,024% de la población de la Unión (cuando una de cada cuatro personas ubicadas en Líbano son refugiados), la mirada comunitaria no parece alcanzar más allá de pensar en mecanismos más potentes para dificultar la entrada y para obtener la colaboración de nuestros vecinos para la readmisión de aquellos que no queramos entre nosotros.
La cortedad de miras que deriva de esta actitud crecientemente policial y represiva augura más problemas tanto para nuestros vecinos como para nosotros mismos. Empeñados en no querer asumir la responsabilidad que nos corresponde al haber contribuido a generar escenarios estructuralmente inestables y subdesarrollados y en poner barreras a oleadas derivadas del más básico instinto de escapar a la muerte, parecemos no comprender que solo el desarrollo y la seguridad de quienes nos rodean son la base fundamental de nuestro propio desarrollo y seguridad. Podemos y debemos contribuir a esa tarea.