La vida de los seres humanos está sujeta a rutinas diarias. Muchos se quejan de ellas a la espera de un hecho extraordinario que cambie la aparente monotonía. El problema se plantea cuando el hecho extraordinario, o la historia según algunos, irrumpe de improviso en nuestras vidas y lo trastoca todo. En tiempos de guerras y catástrofes, el presente se estanca, el futuro pierde su brújula, y el pasado se va haciendo dueño de nuestros pensamientos, que van desde la nostalgia al remordimiento.
Hace dos décadas, un politólogo francés, Zaki Läidi, escribió Le sacre du présent, un análisis detallado de esa mentalidad posmoderna, que rechaza la historia y el futuro le resulta indiferente. El presentismo era, en cierto modo, elegido libremente. Por el contrario, el presente, nacido de un confinamiento, es impuesto desde fuera. Lejos de ser una expresión de autoafirmación del individuo, el presente se convierte en una cárcel, en la que, con excepción de los espíritus maduros, el infierno es visto a la vez como uno mismo y los otros.
Uno de los peores enemigos del hombre de hoy, tan marcado por rutinas de horarios y objetivos pendientes, es la aparición de lo inesperado. No le gustan las sorpresas. Su primera reacción es de incredulidad, de rechazo de los acontecimientos. Además, castiga a su mente con la búsqueda de un culpable y se autoengaña sobre la naturaleza de los hechos.
En estos días en que se nos recomiendan lecturas, en su mayoría novelas, haré unas reflexiones sobre dos clásicos de la literatura universal: Los novios (1827), de Alessandro Manzoni, y La peste (1947), de Albert Camus.
Los novios
Después de La Divina Comedia, Los novios es la obra más destacada de la literatura italiana. Es la historia de dos jóvenes, Renzo y Lucía, que encuentran lleno de obstáculos el camino hacia un matrimonio por amor, pero también tiene un llamativo escenario, el Milán bajo dominio español, que es asolado por la peste en 1630. También será devastado en los ánimos por las noticias falsas del momento, las referidas a los “untadores”, agentes infiltrados de la Francia de Richelieu, propagadores de la enfermedad al impregnar de ocultos venenos los edificios y los objetos.
“La cólera aspira a castigar, y como observó atinadamente un hombre de ingenio, prefiere atribuir los males a una perversidad humana, contra la que pueda hacer valer sus venganzas, que reconocerlos por una causa a la que no se puede hacer otra cosa que resignarse”.
Importa poco que sean guerras, actos de terrorismo o pandemias. Siempre surge la reacción de buscar chivos expiatorios. Los “untadores” fueron los elegidos en Milán, lo que llevaría al linchamiento de inocentes. Las teorías de la conspiración son el recurso más fácil, pero quien no cree en ellas o intenta rebatirlas de un modo racional, termina por convertirse en un “apestado”. En la Roma imperial los cristianos podían ser acusados del hambre, la carestía o el desbordamiento del Tíber; en la Castilla del siglo XIV se relacionó a los judíos con la propagación de la peste; y en el siglo XX los campesinos más pobres en la Rusia de Stalin culparon de la escasez de alimentos a los kulaks, pequeños propietarios de tierra, y el nazismo señaló a los judíos como responsables del tratado de Versalles, de la Gran Depresión de 1929 o incluso de la propagación del comunismo. La impotencia ante lo sobrevenido lleva a buscar un objeto o un sujeto, a la vez concreto y numeroso, para ahogar la rabia. Por eso, en la crisis del coronavirus se acusará a potencias extranjeras, financieros sin escrúpulos, gobiernos poco preparados, líderes políticos ansiosos de rentabilidades electorales… La lista no terminaría ahí, pero todos quedan igualados al convertirse en blancos de la cólera, o mejor dicho de la irracionalidad.
“Aquella terquedad de negar la peste iba, naturalmente, cediendo y perdiéndose a medida que la plaga se difundía, y se difundía por medio del contacto y la familiaridad, y tanto más cuando, tras haberse limitado durante algún tiempo a los pobres, comenzó a tocar a personas más conocidas”.
Los hechos son tercos, aunque el interés personal, partidista o la mera razón de Estado se despliega para negarlos. Se tiene tanto miedo a las consecuencias en la vida política, social o económica que solo cabe la opción de negar, del mismo modo que esos abogados que recomiendan a sus clientes el silencio o la negación sistemática. Pero una negativa o un simple quitar hierro a lo sucedido es tan solo un aplazamiento con fecha de caducidad. Los gobernantes, sobre todo en esta época posmoderna, quedan atrapados por el presentismo del corto plazo. ¿Qué habrían hecho si se hubieran encontrado en el papel de Churchill en la Segunda Guerra Mundial o en el de Kennedy en la crisis de los misiles de Cuba? Toda crisis es una oportunidad para forjar, o consolidar, a los líderes políticos. Pero el pueblo no espera de ellos lo razonable, sino que hagan lo que tengan que hacer. Lo “razonable” para la Inglaterra de Churchill en 1940 podría haber sido un armisticio con Hitler y un desentenderse de la Europa continental. Lo “razonable” para Kennedy, e incluso lo “patriótico”, hubiera sido responder a la muerte de uno de sus pilotos en Cuba con una dura represalia de su aviación. En cambio, fue más sensato su convencimiento de que el enemigo no era tan monolítico como cierto anticomunismo quería creer.
En la crisis del coronavirus los hechos ya no se pueden negar. Y si faltan líderes políticos, una vez más serán los pueblos, aunque a veces den la sensación de apatía o somnolencia, los que sepan dar ejemplo.
La peste
La peste de Albert Camus es la novela contemporánea más difundida sobre una pandemia. Muchos lectores tienen el recuerdo del heroísmo y tenacidad del doctor Rieux en un Orán atacado por una insólita peste. Es un libro que ofrece múltiples realidades sobre la vida de una ciudad y una delicada introspección sobre el alma humana. Acaso su único fallo, que no siempre es advertido, es que en este escenario hay unos grandes ausentes: los argelinos musulmanes. Esta ausencia podría servir para comprender por qué en 1954, siete años después de la publicación de la novela, estalló la guerra de independencia de Argelia.
“Las plagas, en efecto, son una cosa común, pero es difícil creer en las plagas cuando uno las ve caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras pillan a las gentes siempre desprevenidas”.
Estas palabras me recuerdan el ingrato trabajo de los expertos en estos días. El experto ha sido asimilado a un profeta. Será aplaudido si pronostica cosas buenas, pero en caso contrario le tacharán como profeta de calamidades. El experto no es necesariamente un consultor político. La primera obligación del consultor es servir a su cliente. Está condenado a no ser objetivo, pues cuando lo sea, se mostrará receloso de la reacción de quien le paga el sueldo. El experto, que no forme parte de la política de marketing, podrá hacer los pronósticos que quiera, pero si pretende alterar el statu quo político, social o económico, será visto bajo sospecha e incluso desacreditado. Es verdad que se puede recurrir al experto cuando lo inesperado se haya hecho realidad, si bien eso no es garantía de que sea escuchado. El miedo del político a la opinión pública, especialmente al veredicto de unas urnas que querría tener muy alejadas en el tiempo, podría hacer que los consejos del experto cayeran en saco roto. Pero lo peor de un político es que repita la misma respuesta en diferentes situaciones. Tenemos el ejemplo histórico de la crisis de Suez, en 1956, cuando el gobierno británico fomentó la percepción de que el presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, era un nuevo Hitler y que la ocupación del canal podía librar al mundo de su tiranía. La realidad era más prosaica, marcada por los intereses económicos y estratégicos de Londres. Por lo demás, reaccionar ante cualquier crisis desde una dimensión meramente ideológica resulta inoperativo. Recordemos una anécdota de Svetlana Alexievich en Voces de Chernóbil. El accidente del reactor nuclear se produjo el 26 de abril de 1986, pero algunos dirigentes comunistas locales solo se mostraban preocupados por la idea de tener que aplazar las celebraciones del Primero de Mayo.
“La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto, el hombre se dice a sí mismo que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño a mal sueño, son los hombres los que pasan (…) Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas”.
Las plagas son también una advertencia para que no creamos que existe un mundo o un futuro perfectos, cuando en realidad tanto el mundo como el futuro son, por esencia, imperfectos. Pienso que Camus no tenía razón al afirmar en que nadie será libre mientras haya plagas. Las plagas sirven para no olvidar la fragilidad humana, lo de que el hombre es una caña pensante, como afirmaba Pascal. Quizás fue la mejor receta filosófica antes de que los determinismos de los siglos siguientes trastornaran el mundo. Pese a todo, sí estoy de acuerdo con las palabras finales de la novela: “En los hombres hay cosas más dignas de admiración que de desprecio”. Añado que una de ellas es la solidaridad, presente siempre en todas las crisis, pues ellas son la oportunidad de dar libremente lo mejor de nosotros mismos.