Más allá de sus resultados concretos –el compromiso de limitar el calentamiento global, de rebajar en el siglo a 2 grados, y hasta 1,5, la temperatura mundial sobre los niveles de la era pre-industrial y de dejar atrás la energía del carbono–, la Cumbre del Clima de París (COP21) ha producido un tipo nuevo de gobernanza, tanto en el camino diplomático hacia el acuerdo como en su previsible aplicación. De abajo a arriba, no sólo en la negociación, sino en la aplicación.
“Inductiva”, en vez de deductiva, lo llama la diplomacia francesa. Diferente de la coordinación, propia del G-20 o del G-7/8. Y con un acuerdo que no es un tratado internacional, cuando la creación de nuevo derecho internacional está en crisis, pues salvo el Tratado Internacional sobre el Comercio de Armas (2013), no ha habido ningún gran nuevo tratado desde el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998, en el que influyeron también grupos sociales).
Para empezar, la gran mayoría, 170 de los 195 países (más la UE) representados en la cumbre de Le Bourget había presentado una semana antes planes nacionales de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Es muy diferente del método seguido para el Protocolo de Kyoto (de 1997, del que acabaron saliéndose varios países, entre ellos EEUU) y de lo intentado en Copenhague en 2009, cuando se intentaron imponer límites de arriba a abajo. Es decir, que la primera obligación partió en este caso de los propios países. Es verdad que a menudo, en el caso de los países que más contaminan, debido a sus propias prioridades nacionales: EEUU, con su acelerada gasificación derivada de sus nuevos recursos naturales, está en un proceso de reducción de sus emisiones; el régimen en China siente la presión de la opinión pública ante la intensa polución en sus ciudades más pobladas y quiere también reducir su dependencia en las importaciones energéticas; los países europeos apuestan crecientemente por energías alternativas limpias como la solar y la eólica, alejándose también de la nuclear, aunque algunos países, como Polonia, persistan en el carbón, y en el Reino Unido Cameron haya suprimido las ayudas a la captura de carbono.
El acuerdo se apoya en el sistema de la ONU y especialmente en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC, o UNFCCC en sus siglas en inglés). La aplicación del acuerdo, visto como un punto de partida más que de llegada, también sienta precedentes de lo que en inglés se suele llamar “nombrar y provocar vergüenza” (name and shame), apoyándose en la Iniciativa para el Fomento de la Capacidad de Transparencia que contiene el texto. A partir de 2020, cada país tendrá que presentar públicamente cada cinco años una actualización de su plan nacional voluntario de reducción de emisión de estos gases, y será examinado por un comité de expertos independientes que verificará lo que cada gobierno presente, y sus resultados se publicarán en la web de UNFCCC. Pesará la propia opinión pública del país examinado y la global, como ha recordado Jeffrey Sachs, o el reproche social, como ha señalado Teresa Ribera. Esto provocará, previsiblemente, que las sociedades civiles se organicen mucho más para presionar. Es decir, que vamos a una gobernanza en este terreno basada en la transparencia, y en la presión de la opinión pública sobre sus gobiernos, que también pesa en sistemas autoritarios como el chino.
Esta presión ya ha estado muy presente en los últimos 20 años, y es parte de la razón del éxito de esta cumbre que supone también el reconocimiento de algo en lo que tantos científicos venían insistiendo desde hace años: que el calentamiento global es esencialmente efecto de la actividad humana. Y si el acuerdo ha sido posible, como recordaba Paul Krugman, es también porque las nuevas tecnologías han cambiado las reglas del juego.
Pero la mayor razón política del éxito, junto al buen hacer diplomático de Francia, ha sido el apoyo de China y EEUU –otro signo de esta nueva gobernanza–, sin los cuales nada se habría conseguido, dado que son los países que más CO2 emiten en el mundo (el 27 % y el 15% del total, respectivamente, seguidos de Europa, con un 10%). Y lo han apoyado porque no se trata de un acuerdo legalmente, sino política y moralmente, vinculante. Obama nunca habría conseguido hacerlo ratificar por un Congreso de mayoría republicana en manos del lobby de las compañías energéticas, que no han mostrado preocupación alguna por este acuerdo, que, piensan, no les va a cambiar la vida. Pero se ha puesto en marcha una nueva dinámica, incluso si un republicano llega a la Casa Blanca y no se siente vinculado por este acuerdo.
No es un tratado internacional propiamente dicho, ni es vinculante para los 196 presentes en París. Pero es el primer acuerdo global sobre el clima en 18 años, período en que la situación se ha deteriorado. No contempla sanciones si se incumple (pero hasta hace relativamente poco también la UE se había construido sin sanciones, aunque ha tenido que ir introduciéndolas en su sistema). Muchos de sus elementos de compromiso son voluntarios. Entrará en vigor a partir de abril próximo cuando lo suscriban, se adhieran o lo ratifiquen 55 países que representen al menos el 55% de las emisiones globales.
En cuanto a su dimensión financiera, para ayudar a los países en vías de desarrollo a crecer sin aumentar sus emisiones –una cuestión esencial pues creen que ellos no han tenido la oportunidad de que gozó el mundo industrializado en los siglos pasados–, queda abierta. No se aceptó la propuesta de que los ricos se comprometieran a ayudar con 100.000 millones de dólares anuales a los más pobres a este respecto a partir de 2020, aunque Francia va a empujar para ello en próximas reuniones. Pero el camino se ha marcado para una reorientación en profundidad de las políticas de ayuda al desarrollo.
Hay que añadir dos factores reconocidos en el acuerdo: el papel de las ciudades, esenciales en este tipo de gobernanza pues son las mayores emisoras, y el empoderamiento de las mujeres y la equidad intergeneracional en la lucha contra el calentamiento global.
Bienvenidos a esta nueva gobernanza inductiva, que está por probar. No será sólo de los Estados, sino también de las sociedades, ciudadanos y empresas incluidos. Se está abriendo paso algo nuevo. Veremos cómo se gestiona y qué resultados da.