Se han cumplido cinco años de la muerte de Richard Holbrooke, un diplomático americano que entró en la leyenda con la negociación de los acuerdos de Dayton (1995), epílogo del conflicto de Bosnia-Herzegovina. Holbrooke nunca llegó a ser Secretario de Estado, sobre todo porque fue Barack Obama, y no Hillary Clinton, el presidente demócrata elegido en 2008. El llamado “mago de los Balcanes” tenía fama de negociador audaz e inclusivo. Sin ir más lejos, le parecía más crucial el diálogo con Slobodan Milosevic que con los serbobosnios, y en las negociaciones en Afganistán, en 2009-10, no descartaba implicar a los talibanes, y a Pakistán, Irán e India. Una estrategia de amplio alcance, con la búsqueda de salidas a problemas regionales, que, sin embargo, no encontró, eco en la Administración Obama, que (al inicio de su primer mandato) apostaba por una solución militar cuyo modelo eran los éxitos del general Petraeus en Irak.
Holbrooke murió de una dolencia cardiaca, y no pudo ver el radical cambio de estrategia de Obama, al optar por un calendario para la retirada de tropas y por la negociación con los talibanes. Si viviera hoy, el veterano diplomático quizás estaría de acuerdo con la mayoría de los argumentos del libro del historiador francés Pierre Grosser, “Traiter avec le diable?” (Ed. OdileJacob), aunque no con la alusión hecha por el autor a su sobreestimado ego. No deja de ser llamativo que Grosser sea un historiador que no cree en esas supuestas leyes de la Historia de las que abusan los políticos y sus asesores. ¿Cuántos gobernantes han tratado de sacar partido de las “lecciones” de la Historia a la hora de tomar decisiones? Desde 1945 se han multiplicado las referencias a Munich, Suez o Vietnam, con el propósito de exorcizar los errores del pasado e infundirse ánimo con sus aciertos. Así, por ejemplo, hacer la guerra a Milosevic o a Sadam Hussein era una forma de no caer en el síndrome de Munich, de evitar que estos emuladores de Hitler engañaran y humillaran a las potencias occidentales, al igual que el Führer lo había hecho en la capital bávara en 1938. Para evitar un nuevo Munich, franceses y británicos atacaron a Nasser en la crisis de Suez, presentándolo ante sus opiniones públicas no como un dictador nacionalista árabe sino como la encarnación de otro Hitler, totalitario y antisemita. Cuando Francia y Gran Bretaña fueron obligadas a retirarse de Egipto por las presiones de la Administración Eisenhower, nació el síndrome de Suez que vacunó a los europeos de aventuras militares exteriores y les llevó a impulsar la integración del Viejo Continente. ¿Y qué decir del síndrome de Vietnam? La frustración de una superpotencia, que gestionó mal una guerra de guerrillas, llevó a enfocar conflictos de la posguerra fría, como la Guerra del Golfo, a modo de un desquite de Vietnam, aunque los fantasmas alimentados en las junglas indochinas acompañarían a EEUU en los años siguientes a sus victorias “oficiales” en Afganistán e Irak.
Esta “historización” de las relaciones internacionales se ha aplicado también a Irán. Tal y como dijo Karim Sadjapour, de Carnegie Endowment, si Irán era la Alemania nazi, habría que bombardearla; si se identificaba con la URSS, debería practicarse una estrategia de contención; pero si se asemejaba a la China de Mao, habría que negociar, tal y como hizo Nixon en su viaje a Pekín. Y otros equiparan a Corea del Norte con la URSS, a la Rusia de Putin con la de Stalin y al Chavismo en Venezuela con el Che Guevara. Este planteamiento es denunciado por Grosser en su libro, pues rechaza las estrategias elaboradas con ejemplos históricos que, además, son selectivos y sujetos a múltiples interpretaciones. Para el autor, este abuso de la Historia representa un instrumento para demonizar al adversario y, por nuestra parte, podríamos añadir que estamos ante un fatalismo, un determinismo histórico que condiciona las decisiones previas y hace inevitable el conflicto. Las simplificaciones históricas son un ejercicio de pereza intelectual, pues nos impiden profundizar en el análisis de los Estados y las sociedades con las que tenemos que tratar.
Alguien podría objetar que Grosser exagera las virtudes de la diplomacia. Sin embargo, también es consciente de sus límites, y aconseja no decir que nunca se negociará, lo que no significa que habrá que hacerlo siempre. No estamos ante un libro que abusa de la palabra “diálogo” que, por cierto, Grosser apenas emplea. Antes bien, utiliza el término hablar, definido de esta precisa manera:
“Hablar no es forzosamente negociar, negociar no es simplemente llegar a un acuerdo, y llegar a un acuerdo no es forzosamente capitular”.
Pierre Grosser rechaza la tentación de no querer negociar nunca con el diablo, porque además el diablo de nuestro tiempo presenta una gran multiplicidad. Era más sencillo en la guerra fría, cuando existía un único Kremlin, pero ahora hay muchos actores internacionales, estatales o no. Por tanto, será preciso jerarquizar adecuadamente las posibles amenazas, aunque, sobre todo, tendremos que asumir que siempre habrá una cierta dosis de inseguridad y riesgo porque las soluciones mágicas no existen. En un mundo tan complejo, y a menudo incoherente, como el nuestro, las grandes estrategias, al estilo del pasado, tienen poco futuro porque las relaciones internacionales no dependen, como bien señala Grosser, de soberanos absolutos.