La segunda cumbre presidencial entre Donald Trump y Kim Jong-un había despertado una enorme expectación a escala global. Prueba de ello son los más de 2.500 periodistas de todo el planeta que se habían acreditado para cubrirla.
A pesar de que la anterior cumbre de Singapur había terminado con un acuerdo muy genérico e impreciso, que en estos ocho meses sólo ha producido resultados tangibles en uno de sus cuatro puntos, el concerniente a la repatriación de los restos de soldados norteamericanos desde Corea del Norte, se esperaban avances concretos con este segundo encuentro entre Kim y Trump. Incluso se habían producido filtraciones de posibles resultados de la cumbre de Hanoi, que podrían resumirse en un pacto para terminar formalmente con la guerra de Corea, el desmantelamiento completo y verificable de parte de las instalaciones nucleares norcoreanas, la apertura de una oficina de enlace norteamericana en Pyongyang y de una norcoreana en Washington, y un relajamiento del régimen de sanciones contra Corea del Norte. No en balde, ambos líderes se juegan mucho en este proceso.
Ante una posible reelección, el presidente Trump quiere apuntalar su imagen de estadista capaz de resolver los grandes problemas que enfrenta Estados Unidos fuera de sus fronteras. Tras una legislatura mucho más marcada por su retirada de acuerdos internacionales que por su capacidad para alcanzarlos, la crisis norcoreana le brinda a Trump una oportunidad única para impulsar su popularidad, brillando donde todos sus predecesores fracasaron y pudiendo incluso aspirar a recibir el premio Nobel de la paz. Kim Jong-un, por su parte, necesita una relajación de las sanciones para impulsar su ambicioso programa de reformas económicas, que incluye una mayor presencia de empresas extranjeras en Corea del Norte. Sólo así podrá cumplir con las expectativas de amplios sectores de la sociedad norcoreana de mejorar sustancialmente sus condiciones de vida y conseguir una mayor respetabilidad ante la comunidad internacional.
Sin embargo, a pesar del enorme interés de ambos mandatarios por salir de Hanoi, al menos, con un acuerdo de mínimos que hubiera seguido alimentando su credibilidad como estadistas, la cumbre fue cancelada por la delegación norteamericana antes del almuerzo. La gran lección que se puede extraer de ello es que la diplomacia es un asunto demasiado serio como para fiarlo a la improvisación o la intervención estelar de una figura carismática. El gatillazo diplomático de Hanoi ha evidenciado lo que era vox populi entre la comunidad de seguridad e inteligencia, que las posiciones de ambas partes están muy alejadas, existiendo una enorme brecha en los cálculos que hacen estadounidenses y norcoreanos entre lo que están dispuestos a conceder y lo que esperan recibir a cambio.
Para el régimen norcoreano, su programa nuclear y de misiles es de una relevancia existencial, pues se considera la manera más eficaz de evitar una intervención militar exterior en su territorio y un elemento central en el apuntalamiento de la autoridad de Kim Jong-un. De ahí que no vayan a permitirse ningún paso en falso en este proceso. Por ello, ante este tipo de situaciones, lo habitual es que sean los diplomáticos quienes negocien durante largos periodos al margen de la presión mediática. No olvidemos que fueron necesarios doce años para alcanzar el acuerdo nuclear con Irán que Trump decidió despreciar de forma unilateral.
El papel de las máximas autoridades políticas, de las cumbres presidenciales, suele quedar reservado para el momento de gloria en que se refrenda con luz y taquígrafos lo que sus sherpas han trabajado de manera concienzuda y tenaz durante años. Sin ese trabajo previo, no hay acuerdos posibles entre países que desconfían profundamente del otro.
Para Kim Yong-un, la cumbre es un éxito incluso en este formato, pues le permite realizar una vista de Estado a Vietnam con el consiguiente aumento de su visibilidad internacional y el reforzamiento de sus credenciales como reformista económico. No olvidemos que el emplazamiento de esta segunda cumbre no es casual y que Kim quiere lanzar el mensaje de que Corea del Norte puede ser el nuevo Vietnam. ¿Pero por qué expone Trump capital político reuniéndose con el líder de un régimen tan represivo como el norcoreano sin contar con garantías de avances significativos? La respuesta parece obvia, ha pecado de exceso de confianza en sus propias capacidades para desatascar las negociaciones.
El alcance de este fiasco diplomático aún está por ver, pero no tiene que ser necesariamente negativo a medio plazo. La retirada de las negociaciones ha sido cordial por ambas partes. Esto es una excelente noticia, pues parece indicar que no volveremos a corto plazo la situación de 2017, cuando Corea del Norte aceleró sus ensayos nucleares y de misiles en medio de una retórica belicista con Estados Unidos y un aumento de la presión militar norteamericana sobre Pyongyang. Dejando por tanto de lado ese escenario más catastrofista, el más factible es una intensificación de los esfuerzos diplomáticos en segundo plano entre Stephen Biegun y Kim Hyok-chol. Trump ha invertido demasiado en Corea del Norte como para no darle una oportunidad más a este proceso. La incógnita es cuánta paciencia tendrán Trump y Kim si no avanzan las negociaciones y, llegado el momento, si sencillamente perderán interés en el proceso y nos retrotraemos al periodo de la paciencia estratégica de Obama, o si recurrirán a medidas más agresivas para presionar a su interlocutor. Continuará.