El conflicto de Ucrania se ha llevado casi toda la atención de la 51ª Conferencia de Seguridad de Munich. La visita de Merkel y Hollande a Moscú era una muestra previa de la preocupación de Europa ante el recrudecimiento de las hostilidades y de la necesidad de lograr un enésimo alto el fuego para negociar conforme a lo acordado en el memorándum de Minsk. Pero las intervenciones de los líderes políticos en Munich han tenido el mismo tono frío y grisáceo del invierno. Sin novedad en el frente de Ucrania oriental y en el de los contactos diplomáticos.
Sergei Lavrov, ministro ruso de asuntos exteriores, despertó incluso la hilaridad de parte de su auditorio en la capital bávara. Sus argumentos eran los mismos de ocasiones anteriores y a pocos iba a convencer. Aunque ofreció su versión de los sucesos de Ucrania, el núcleo central de su discurso consistió en una exposición de los efectos que ha tenido la actitud de Occidente respecto a Rusia tras la guerra fría. Sin llegar al tono apasionado y enérgico de Putin en Munich en 2007, Lavrov transmitió idéntico mensaje: las ilusiones y creencias de los vencedores en la guerra fría hicieron imposible la construcción de la “casa común europea”, aunque el ministro eludió recordar que esta expresión la acuñó Gorbachov en 1989 ante el Consejo de Europa. El jefe de la diplomacia rusa criticó una vez más las actuaciones de EEUU y sus aliados occidentales en la antigua Yugoslavia, Irak y Libia, presentándolas como ejemplos de clara violación de los compromisos de la Carta de las Naciones Unidas y del Acta General de Helsinki, e idénticos reproches merecería el proceso de ampliación de la OTAN.
Pero más que de Derecho Internacional clásico, los argumentos de Lavrov eran geopolíticos: la situación de Ucrania es una consecuencia de la ambición de los occidentales de hacerse con el espacio geopolítico en Europa. Dicho de otro modo, la arquitectura de seguridad en el Viejo Continente se ha construido sin Rusia. Tampoco faltó la justificación del apoyo a los pro-rusos de Ucrania desde el momento en que desde Kiev se intentaría imponer un nacionalismo étnico de corte neo-nazi. Pese a todo, la geopolítica sustenta el discurso ruso. A Lavrov solo le faltó añadir lo mismo que el profesor de Chicago y representante de la escuela del realismo político, John J. Mearsheimer, ha expuesto públicamente en diversos medios: ningún líder norteamericano toleraría que Canadá o México se unieran a una alianza militar encabezada por otra gran potencia. Uno de los principales documentos de la OSCE, la Carta sobre la Seguridad Europa señala, entre otras cosas, en su párrafo 8: “En el seno de la OSCE, ningún Estado, grupo de Estados u organización… podrá considerar parte alguna del área de la OSCE como su área de influencia”. La geopolítica tradicional no parece reparar en lo que dice un documento considerado por algunos de inferior calidad por ser solo políticamente vinculante, y en cualquier caso siempre podría replicar diciendo que la potencia rival también tiene sus propias zonas de influencia.
Por contraste, la intervención del presidente ucraniano Petro Poroshenko en Munich tuvo una fuerte carga de patetismo, particularmente manifestada en la exhibición de pasaportes rusos encontrados en el este de Ucrania y que serían una prueba de la ayuda de Moscú a los separatistas. El presidente ucraniano señaló que los conflictos debían ser resueltos y no quedar “congelados”. Bien sabe el mandatario que este es el presente y el futuro del conflicto en Ucrania oriental, no muy diferente de los de Transnistria y Nagorno-Karabaj, aunque con una mayor superficie territorial, y siempre con la espada de Damocles de que la situación termine como la de Abjasia y Osetia del sur que Rusia segregó definitivamente de Georgia en 2008. Poroshenko no dejó de pedir armas defensivas para Ucrania, aunque la actitud de Ángela Merkel es contraria a semejante posibilidad. Señalaba el líder ucraniano: “Cuanto más fuerte sea nuestra defensa, tanto más convincente será nuestra voz diplomática”. Nada nuevo bajo el sol: las ventajas militares sobre el terreno influyen en las negociaciones. Esto lo saben perfectamente los rebeldes pro-rusos de Donestk y Lugansk.
En los discursos de Merkel, Biden, Lavrov y Poroshenko se escuchó la misma frase: el conflicto de Ucrania no tiene solución militar, solo diplomática. En todas esas intervenciones se subrayó la urgencia de detener los combates. En realidad, todos apuestan por el statu quo porque bien saben que no hay vuelta atrás, pese a lo que digan los discursos y documentos. Como bien señalaba George Soros en Munich, Putin no cede porque lucha por su supervivencia política, al igual que Poroshenko. Cada kilómetro cuadrado de Ucrania conquistado por los rebeldes acrecienta los riesgos para el ucraniano. Se impone así el statu quo. Lo malo es que no es permanente.