Hay muchas cuestiones a tener en cuenta en relación al escándalo de espionaje que ha surgido a la luz de las filtraciones, a través de dos periódicos, de Edward Snowden, un técnico informático que trabajó para la CIA y otras empresas que ofrecían servicios a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, en sus siglas en inglés). Primero fue The Guardian, quién desveló que la compañía de telecomunicaciones Verizon entregaba de forma permanente a EEUU detalles sobre llamadas de teléfonos nacionales e internacionales. Posteriormente fue The Washington Post quien sacó a la luz que nueve proveedores de Internet –Microsoft, Yahoo, Google, Facebook, PalTalk, AOL, Skype, YouTube y Apple– daban acceso continuo a datos sobre ciudadanos no norteamericanos a la NSA, gracias a un programa denominado PRISM.
Ante todo, resulta paradójico que vivamos en un mundo en el que la gente hace pública su vida privada y que comparta todo tipo de datos en redes sociales y, por otro lado, las alarmas de la privacidad salten cuando se recopilan datos personales con el objetivo de dar protección a esos mismos ciudadanos. Tampoco hay que olvidar que todas las naciones –no sólo EEUU– tienen programas de vigilancia telefónica y de Internet, que desarrollan en función de los recursos de que disponen. Es una necesidad que refleja los rápidos cambios en las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (ICT) en las últimas dos décadas. Las opciones para comunicarse se han multiplicado muy rápidamente y Skype, Facebook y Youtube sustituyen cada vez más a los emails. Las agencias nacionales de seguridad necesitan tener la capacidad para barrer todo ese espectro de opciones que terroristas y organizaciones criminales sin duda usan.
Por tanto, no debería sorprender –y efectivamente por las “reacciones” europeas no parece que cogiera a nadie demasiado desprevenido– que la NSA se dedique precisamente a recopilar aquel reguero de datos que se dejan al usar las ICT para sus labores de seguridad nacional. En principio, se trataría concretamente de “metadatos”, es decir, de tener la información sobre quién, cuándo, cómo y dónde, pero dejando de lado el contenido. Conocer quién contacta con quién es más importante que conocer qué dice cada uno. Según el director de inteligencia nacional de EEUU, James Clapper, son programas legales y limitados que operan bajo la Foreign Intelligence Surveillance Act (FISA), que permite actuar contra ciudadanos no norteamericanos sin la necesidad de una orden judicial individual, y que fue revisado en 2008.
Sin embargo, la recopilación de datos de ciudadanos europeos ha planteado al menos dudas sobre si efectivamente la base legal es la adecuada. Y ante estas dudas, desde la Comisión Europea y algunos gobiernos, como el alemán, se han apresurado a consultar con el fiscal general de EEUU, Eric Holder Jr, tanto sobre PRISM como sobre otros programas de espionaje similares.
La difícil gestión de los datos personales y la necesidad de mantener un adecuado equilibrio entre la seguridad y la privacidad no es un debate novedoso en EEUU ni en la UE, y es una cuestión que ha marcado las relaciones transatlánticas en los últimos años.
Tras el traumático 11-S, Europa aceptó transferir información sensible a las autoridades norteamericanas, lo que no impidió que saltara el escándalo SWIFT en 2006. Este consorcio internacional de datos, con la sede europea en Bélgica, transmitió datos a las autoridades norteamericanas de personas que efectuaron transacciones financieras, poniéndose en tela de juicio su legalidad. En 2009 los Estados miembros de la UE y EEUU llegaron a un acuerdo que no recibió el beneplácito del Parlamento Europeo (PE), siempre muy exigente y crítico con estos aspectos de la protección de datos. Aunque se intentó “puentear” el requisito de la aprobación del PE al sacar adelante el acuerdo un día antes de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa (1 de noviembre de 2009), esto no fue suficiente y las negociaciones tuvieron que reabrirse, no sin el malestar y la sorpresa expresada por la parte norteamericana.
Asimismo, el debate sobre la transmisión de datos de pasajeros (Passenger Name Records, PNR) entre EEUU y la UE no ha estado tampoco exento de tensiones y dificultades. Tras casi una década de discusiones y con un compromiso previo que fue anulado por la Corte Europea de Justicia en 2006, finalmente se cerró un nuevo acuerdo que fue aprobado en abril de 2012, entrando en vigor el 1 de julio de ese mismo año. Sin embargo, lo que aún no ha logrado el consenso suficiente es el registro de Pasajeros europeos. En abril de 2013 el comité de Derechos Civiles del Parlamento Europeo rechazó la última propuesta de directiva para la utilización de la información de los registros de pasajeros dentro de la UE, y consideró que no puede adoptarse tal directiva antes de que se apruebe otra sobre la protección de información en la UE.
El escándalo del espionaje de la NSA y el programa PRISM surge, además, en medio de las negociaciones sobre la propuesta de la Comisión –a cargo de la comisaria Viviane Reding, especialmente comprometida con estos temas– de una nueva directiva para la protección de los datos personales dentro de la UE. Pocos días antes de que las revelaciones de Snowden saltaran a la prensa –y a pesar de 18 meses de debate y más de 25 reuniones entre los ministros de Justicia de la UE– las posiciones estaban lo suficientemente alejadas como para que no se vislumbrara un acuerdo. Esto explica la reacción de Reding que, aunque ha expresado su preocupación por los programas de espionaje de EEUU y su legalidad, en realidad ha sido fundamentalmente crítica con los gobiernos europeos.
Puede que una de las consecuencias de estas revelaciones sea el poner en valor la necesidad de llegar a un acuerdo europeo al respecto y dejar de tener un doble discurso: criticar lo que hacen los demás, aunque sea con la boca pequeña, pero no ser capaz de acordar unas condiciones mínimas en esta materia.
En EEUU el debate relacionado con las filtraciones ha tomado otro cariz. En primer lugar, hay que enmarcarlo en un momento en el que Obama se ha visto sacudido por otros escándalos. En mayo de este año el jefe de la agencia tributaria de EEUU, conocida como Servicio de Ingresos Internos (IRS), presentó su dimisión tras descubrirse que se había actuado específicamente contra aquellos grupos cuyos nombres incluían palabras como Tea party o “patriota”. Casi al mismo tiempo, saltó a luz el espionaje al que fue sometido la agencia Associated Press en un intento del Departamento de Justicia de determinar el origen de la filtración de una noticia que afectaba a la seguridad nacional. Dos escándalos que dejaron abiertas algunos sospechas sobre las prácticas de la Administración Obama, y que se han acrecentado con las últimas filtraciones.
No ha bastado con que la NSA asegurara que ha actuado dentro de la legalidad; ni que subrayara que con estos programas lo que se trata es de recopilar –que no de leer contenidos– y enlazar datos; ni que las actuaciones del NSA estén exclusivamente centradas en el ámbito terrorismo, la proliferación y unos cuantos Estados hostiles que amenazan a EEUU y a sus aliados; ni que aseguren que gracias a estos programas se ha logrado desmantelar varios planes terroristas –hasta 50 de ellos según el director de la NSA en una primera declaración, aunque luego se mostró mucho más cauto–.
El escándalo ha saltado principalmente por la falta de transparencia de los programas de la NSA. Por un lado, por la posibilidad de que esos metadatos pueden ser utilizados con otros fines, a pesar de las aseveraciones gubernamentales de que su uso es limitado. Y es una sospecha que también se ha trasladado al otro lado del Atlántico. El hecho, por ejemplo, de que aparentemente hayan sido los alemanes los más “espiados” según las filtraciones de Snowden, ha llevado a pensar en la posibilidad de su uso en el espionaje industrial.
Además, todos, enemigos incluidos, saben de los esfuerzos de Washington por recolectar datos. Sería absurdo que no pensaran así. Por tanto, el argumento de que es necesario que esos programas se mantengan en secreto para que la parte contraria no tenga conocimiento de ellos tiene poco fundamento. Como consecuencia, muchos piden un mayor conocimiento de las actuaciones del NSA así como una mayor comprensión del paraguas legal del tribunal FISA. Además, en el caso del programa PRISM, aunque el objetivo son extranjeros es prácticamente imposible creer que entre los daños colaterales no haya también norteamericanos, con lo que podría violarse la Cuarta Enmienda de la Constitución. Más transparencia, además, desalentaría a aquellos que se preguntan quién vigila al vigilante.
Por otro lado, hoy en día un email desde Washington a Boston puede recorrer la mitad del planeta, dejando irrelevante la rígida distinción entre las comunicaciones domésticas e internacionales. No hay que olvidar que actualmente Europa está buscando que se les otorguen a los ciudadanos europeos el derecho a entablar los procedimientos legales correspondientes para corregir los datos personales que las empresas norteamericanas tengan en su poder. Sobre todo desde que los europeos se afanaron en obtener garantías en materia de trasmisión de datos de pasajeros, algo que al final tuvo poco sentido teniendo en cuenta que tres de las cuatro empresas que almacenan ese tipo de datos están constituidas en EEUU.
Tampoco ha ayudado la extensión de una mordaz cultura popular que desde la época de Bush dibuja al gobierno y a las agencias de inteligencia como unas entidades malévolas –sobre todo cuando actúan en nombre de la guerra contra el terror–, que sin duda ha contribuido a erosionar la legitimidad del gobierno y a llevar a desconfiar de él. Paradójicamente, muchos de los que hoy están en guardia ante las prácticas del NSA se preguntaban hace poco cómo las autoridades rusas habían interceptado llamadas de los hermanos sospechosos de los atentados de la maratón de Boston de abril, y las norteamericanas no. El debate está servido.
Por último, el hecho de que Snowden se trasladara en primera instancia a Hong Kong complicaba inicialmente los trámites de extradición ya que de por medio estaba China. Precisamente Barack Obama y Xi Jinping estaban reunidos en California –acordando buscar formas de trabajar juntos– cuando saltó el escándalo de las filtraciones. Éste ha sido un primer test de esta nueva relación con un balance en principio positivo. Snowden ha salido de su primer destino en busca de otra salvaguardia, y las relaciones entre EEUU y China no parecen de momento que se hayan visto afectadas, aunque los hay que alertan de la debilidad de EEUU por no encontrar la manera de que Snowden vuelva a casa. Ahora, el peor escenario es que se ponga en manos de aquellos países enemigos de EEUU a los que puede ofrecer nuevas revelaciones.
Este nuevo escándalo ha dañado la imagen y la credibilidad de Obama no sólo dentro del país sino también fuera. Sobre todo en Europa, donde este debate surge en un momento delicado, con el inicio de las negociaciones para un acuerdo de comercio e inversiones entre la UE y EEUU, y que podría constituir el impulso necesario para relanzar el espacio atlántico. Además, este nuevo episodio de filtraciones se esperaba que estuviera omnipresente durante la reciente gira de Obama por el Viejo Continente y sobre todo en su visita a Berlín. Al final no ha sido así. En su discurso en la puerta de Brandemburgo, Obama quiso reafirmar la legalidad de los programas que están centrados en las amenazas a la seguridad y no en las comunicaciones de las personas de a pie, resaltando que esto repercute en la seguridad de EEUU pero también de Europa. Asimismo, dejó la puerta abierta a debatir la utilidad de estas herramientas pero también sobre la necesidad de limitarlas.
Mientras las aguas vuelven a su cauce, EEUU debe poner remedio a este tipo de filtraciones, que se repiten con demasiada asiduidad. Será que son demasiadas –hasta 4 millones– las personas de la comunidad de inteligencia de EEUU que tienen capacidad para acceder a documentación secreta; o será que se ha excedido en la externalización de los servicios por parte de la inteligencia norteamericana. El caso es que hay un cierto descontrol de la información que es impropio de unos servicios de inteligencia como los norteamericanos.