Las elecciones regionales en Rusia, celebradas durante los días 11 al 13 de septiembre, han estado marcadas por el empeoramiento de la situación económica a causa de la pandemia de la COVID-19; el escándalo del envenenamiento del conocido opositor Alexéi Navalni; y por los cambios de la Constitución de la Federación Rusa, que permitirán a Vladimir Putin mantenerse en el poder durante los próximos 12 años, a pesar de que ha ejercido como presidente o primer ministro a lo largo de los últimos veinte.
En 18 de las 85 regiones de Rusia, se ha elegido a los gobernadores, diputados regionales, concejales y a cuatro diputados para el Parlamento nacional. Los resultados no sorprenden: Rusia Unida, el partido de Vladimir Putin, ha ganado con el 70% o el 80% de los votos en prácticamente todas las circunscripciones, exceptuando una rara derrota en la ciudad de Novosibirsk y Tomsk, capital de la región del mismo nombre, y donde Navalni participó en la campaña electoral antes de ser envenenado en el aeropuerto. Tampoco sorprende el más de un millar de denuncias recibidas por el grupo de observadores electorales ruso Golos, relativas a fraudes y a sobornos, teniendo en cuenta que, en todas las elecciones celebradas en Rusia desde 1991, ha habido irregularidades de esta naturaleza.
Los resultados de las elecciones regionales en Rusia representan el test para la estrategia del “voto inteligente” de la oposición, así como para el partido de Putin, ya que hasta ahora siempre han funcionado como un indicador de lo que puede pasar en las elecciones legislativas (las próximas se celebrarán el año que viene).
Las claves de la victoria de Rusia Unida se hallan en la Ley de los Partidos Políticos (impulsada por el Kremlin en 2012, después de las manifestaciones masivas por el supuesto fraude electoral en las elecciones regionales de 2011). Esta Ley limita la competitividad política a favor del partido del gobierno, permite la existencia de una oposición oficial (partidos creados y controlados por el Kremlin para simular un sistema pluripartidista), la existencia de candidatos que, perteneciendo al partido Rusia Unida, pueden presentarse como independientes (dado que esta formación política está cada vez más desacreditada), y se beneficia de la visible apatía del pueblo ruso, que parece estar resignado al putinismo. El empeoramiento de la situación económica, que los analistas subrayaban como una causa hipotética de posible pérdida de votos de Rusia Unida, no ha influido decisivamente en los resultados electorales. No hubo un castigo al partido de Putin.
La estrategia de la “votación inteligente” (votar al candidato que tenga más posibilidades de derrotar al candidato del partido Rusia Unida), propuesta por Navalni, ha obtenido un histórico éxito en dos ciudades, pero ha fracasado en el resto de las circunscripciones. En las elecciones regionales de Moscú celebradas el año pasado el principal beneficiario de la “votación inteligente” fue el Partido Comunista, por lo que cabe preguntarse si se trata de una estrategia inteligente. El envenenamiento de Navalni no ha suscitado una condena unánime de los rusos, y su influencia política es limitada. Por ahora, el putinismo está a salvo como sistema político en Rusia.