El próximo 2 de abril se celebrarán elecciones presidenciales en Serbia. El número de candidatos que entrará en la campaña electoral supera los diez, lo que refleja la inmadurez de la competitividad política y la desunión de los partidos de la oposición frente a Aleksandar Vučić, candidato de la coalición de nueve partidos (Partido Progresista, Partido Socialista, Partido Socialdemócrata, Serbia Unida, Unión de los Jubilados, Movimiento Socialista, Movimiento de Restauración, Movimiento de las Fuerzas Serbias y la Unión de los húngaros de Vojvodina). En Serbia, como en todos los países que están todavía enredados en procesos de transición a la democracia, las ideas políticas se identifican más con la personalidad de los líderes que con los programas políticos de los partidos.
Si Aleksandar Vučić no ganase con mayoría absoluta en la primera vuelta (aunque tiene grandes posibilidades de hacerlo), la segunda vuelta, probablemente, le enfrentaría a Vuk Jeremić (ex ministro de Asuntos Exteriores y ex candidato a secretario general de Naciones Unidas) o a Saša Janković (candidato del Partido Demócrata). El resto de los candidatos destaca más por su exotismo que por sus programas: Daniela Sremac (presidenta del Instituto Serbio en Washington) y Vladimir Rajcic (productor y miembro del Partido Republicano) son ciudadanos estadounidense; Vojislav Šešelj ha sido juzgado por crímenes contra la humanidad y absuelto por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, y desde la victoria de Donald Trump, viste una camiseta con su imagen en todos los actos públicos; Milan Stamatović, alcalde de Čajetina, se presenta como “candidato de su pueblo”, aunque no de su partido (Partido Popular Serbio); y Andrej Fajgelj, líder de Tercera Serbia, que ha sido varias veces detenido por amenazas a otros dos candidatos (Aleksandar Vučić y Saša Janković).
Es difícil de distinguir los programas electorales de los candidatos. Exceptuando a Šešelj y Faijgelj, que son abiertamente eurófobos y nacionalistas, todos los demás comparten en buena medida sus objetivos, a saber: seguir en el camino de la integración europea, atraer inversiones extranjeras, mejorar la vida de los ciudadanos, luchar contra la corrupción, no reconocer la independencia de Kosovo, apoyar a la población serbia que vive en Bosnia Herzegovina, y convertirse en el país clave para la estabilidad de los Balcanes.
En la campaña preelectoral, todos los candidatos se han acusado mutuamente de no gobernar para el pueblo y han prometido “servir a los intereses de Serbia y de sus ciudadanos”. Además, Vučić prometió que no gobernará “ninguna embajada, sino el pueblo mismo” y “que no se permitirá ninguna Macedonia o Ucrania”. Vuk Jeremić, que según sus propias palabras, se presenta a las elecciones “porque ama a Serbia” y porque quiere poner sus amplios contactos internacionales y su experiencia en la ONU al servicio del pueblo, sorprendió con el arranque de su precampaña en el Patriarcado de Peć (ciudad de Kosovo), besando los antiguos iconos serbios en un claro guiño a los nacionalistas y al “pueblo llano”, que podría verlo como demasiado intelectual y cosmopolita. Pero Jeremić olvida una vieja e incomprensible costumbre serbia: los que son queridos y respetados en el extranjero, son odiados, rechazados o simplemente ignorados en el país. Su narcisismo impidió que hubiera una única candidatura (Saša Janković) del Partido Demócrata.
Aleksandar Vučić, actual primer ministro (desde 2014), antiguo nacionalista y joven promesa del régimen de Slobodan Milošević, tiene la mayor probabilidad de alzarse con la victoria porque es el candidato de la continuidad y de la estabilidad. Es también el más conocido y el más popular, a despecho de las medidas de austeridad que impuso su gobierno, que goza del aparente apoyo de Angela Merkel y Federica Mogherini (ambas confían en su vocación europea, a pesar de su coqueteo con la Rusia de Vladimir Putin), y presume de que los índices de la economía serbia, por primera vez en la historia, revelan un crecimiento por encima de los de Croacia y Eslovenia, y de que es uno de los pocos políticos serbios que se sentó en la mesa de negociaciones con los albano-kosovares. Pero tanto los líderes europeos como la gran mayoría de los ciudadanos serbios saben que, sólo en 2016, 70.000 jóvenes han emigrado al extranjero, que la libertad de prensa ha disminuido y que la influencia rusa ha aumentado, que los países del Golfo Pérsico van a comprar la mitad del país, y que las desigualdades sociales se han agravado. Así y todo, los serbios, como todos los pueblos que han vivido largos periodos de inestabilidad, cansados de cambios, no votarán por la salud democrática y la alternancia del poder, sino por la continuidad.
El resultado de las próximas elecciones presidenciales no cambiará la decisión de Serbia de integrarse en la UE. Será un plebiscito sobre la continuidad del actual gobierno, aunque podría convertirse en una gran lección para la oposición, cuyos escándalos de corrupción en el pasado y cuya división actual impiden cualquier cambio sustancial en la vida política.