Las elecciones mexicanas de medio término supusieron un gran esfuerzo de organización, tanto por el número de cargos electivos en juego, más de 20.000 (entre ellos 500 diputados federales y 15 gobernadores), como por la gran cantidad de votantes convocados (93.000.000 de ciudadanos podían ejercer su derecho al voto). Y todo en un contexto de pandemia, que sin embargo no impidió que tuviera lugar una gran movilización popular, que supuso una participación del 52% del censo, en una jornada celebrada con escasos episodios de violencia para lo que suele ser normal en el país.
Por todo ello y por la forma en que fueron organizados y realizados se debe evaluar muy favorablemente la gestión del Instituto Nacional Electoral (INE), pese a las inmerecidas críticas que ha recibido en los tiempos recientes por parte del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Sus intentos de limitar la utilización del mandatario de sus ruedas de prensa diarias (sus celebres “mañaneras), fueron uno, aunque no el único, de los puntos de conflicto.
Desde la perspectiva del gobierno federal, los resultados obtenidos pueden definirse claramente como agridulces. Morena, el partido-movimiento de López Obrador aumentó su dominio territorial, gracias a su victoria en 10 de las 15 gobernaciones en juego (más una de un partido aliado), al tiempo que vio disminuida su presencia en la Cámara de Diputados.
Mientras el retroceso en la votación parlamentaria se esperaba, no ocurrió lo mismo con las gobernaciones obtenidas, ya que, de acuerdo a algunas encuestas, especialmente las realizadas en determinados estados, era esperable un mejor desempeño de la oposición. Algo similar, pero en sentido inverso, les ocurrió a los partidos tradicionales, el PAN y el PRI, que tuvieron un mejor desempeño en las elecciones parlamentarias que en las gobernaciones en disputa.
Es verdad que el presidente mantiene la mayoría absoluta de la Cámara de Diputados gracias al concurso de sus aliados (el Partido Verde Ecologista y el Partido del Trabajo), pero también es cierto que no ha logrado la mayoría cualificada a la que aspiraba para poder impulsar la reforma constitucional que tanto anhela y otras medidas trascendentales para su 4T. Sin embargo, no es lo mismo depender de diputados alineados con la posición política del gobierno que de unos partidos que tradicionalmente se han caracterizado por saber negociar para lograr un gran rendimiento de su proximidad al poder, cualquiera sea su color y orientación. Los dirigentes de los dos partidos aliados están más que acostumbrados a regatear en corto para obtener el mayor rendimiento de su apoyo político al oficialismo.
De alguna manera el resultado de las elecciones parlamentarias ya ha comenzado a marcar los límites de la segunda parte del mandato del presidente. Algo similar ocurre con los resultados cosechados en algunas de las principales ciudades del país, como se ha visto en ciertas alcaldías de la Ciudad de México, que muestran el rechazo de ciertos sectores urbanos a las políticas impulsadas por López Obrador.
A partir de ahora el poder omnímodo del presidente entra en una zona de descompresión y, de hecho, el tiempo ya ha comenzado a jugar en su contra, tanto fuera como dentro de su partido. Fuera, porque la deferencia hacia la institución presidencial comenzará a resquebrajarse, y dentro porque muy pronto comenzarán las luchas sucesorias. De este modo, el síndrome del “pato cojo” será cada vez más visible y si bien el presidente se negará a ver lo evidente y pretenderá seguir adelante con su proceso “reformista”, sus adversarios e incluso sus aliados y correligionarios irán adaptando sus respuestas a la proximidad de las siguientes elecciones y al hecho de que habrá un nuevo inquilino, sea en el Palacio Nacional o en Los Pinos, en el caso de que el sucesor de AMLO apueste por recuperar la tradición política mexicana.
Pese a este resultado, López Obrador seguirá empeñado en pasar a la historia como el mejor presidente que tuvo México en sus 200 años de vida independiente. Para eso mantendrá vivas sus principales políticas y reivindicaciones, como la reforma energética, y continuará agitando sus banderas nacionalistas y de defensa de la soberanía. Esto lo ha hecho y lo seguirá haciendo contra España, contra Biden (aunque no lo hizo con Trump) y contra cualquier otro “enemigo externo” que pueda ser funcional a sus objetivos.