El Brexit no se presta a la prospectiva, sino, a lo sumo, a conjeturas. Y aún. Pero el nuevo calendario impuesto por los 27 a Theresa May puede poner en marcha dinámicas internas inesperadas en el Reino Unido, sobre todo ante la perspectiva de las elecciones al Parlamento Europeo. De momento, y tras pedir a los parlamentarios de Westminster que reflexionaran durante la pausa pascual, supone una suspensión del proceso de una duración indeterminada –como máximo hasta el 31 de octubre–, pero podría llevar a una decisión antes del 23 de mayo, a una salida precipitada el 1 de junio, o incluso a invertir la decisión y acabar permaneciendo el Reino Unido en la UE.
Resumidamente, la nueva extensión para el Brexit es la siguiente: hasta el 31 de octubre (el 1 de noviembre arranca el mandato de la nueva Comisión). Pero si el Reino Unido no ha celebrado elecciones europeas para el 23 de mayo, el 1 de junio tendrá que irse. Nadie, ni Londres ni en el resto de la UE quiere una salida a las bravas, sin acuerdo. Pero si el Reino Unido siguiera en la UE y no eligiera a sus representantes en el Parlamento Europeo pondría el 2 de julio –día en que se constituye la nueva Eurocámara– en una situación de ilegalidad. Ahora bien, Westminster puede decidir la salida de la UE en cualquier momento antes del 23 de mayo(día de las elecciones europeas en el Reino Unido) o 1 de junio como tarde, sin haber celebrado estas últimas. Es decir, que esta vez sí se acerca el, o al menos un, momento de la verdad.
Una verdad que parte de una realidad: el problema del Brexit radica esencialmente en la necesidad de no restablecer fronteras físicas entre las dos Irlandas, pues iría en contra del Acuerdo de Paz de Viernes Santo de 1998. Sin esta exigencia, el Reino Unido ya se habría salido. Todo esto habrá servido, en otras cosas, para que los británicos hayan vuelto a descubrir el problema irlandés, que había quedado olvidado, junto con lo que supone la pertenencia a la UE para su gestión.
Para superar ese momento de la verdad, la política británica tiene que resolver dos tipos de contradicciones. La primera es entre el Parlamento y el resultado del referéndum que aprobó el principio del Brexit. Hay un parlamento mayoritariamente a favor de permanecer, pero muchos diputados, un problema más para los laboristas que para los conservadores, tienen que hacer frente en sus circunscripciones electorales (uninominales) a unos votantes mayoritariamente a favor del Brexit. Lo que lleva a la segunda contradicción en el seno de los dos grandes partidos. El conservador está secuestrado por los brexiters más radicales. El laborista, por las razones anteriores, no sabe muy bien qué hacer, por eso insiste en elecciones generales, porque piensa que las ganaría, o, con la boca más pequeña, en una segunda consulta no tanto sobre el Brexit, sino sobre el acuerdo pactado por May. Jeremy Corbyn llegó al poder en su partido y los laboristas obtuvieron un buen resultado en las anteriores elecciones aupados por un voto joven que pueden perder si no se da una segunda oportunidad al remain.
El Gobierno de May, como no podía ser de otro modo, ha puesto en marcha los preparativos para las elecciones europeas del 23 de mayo, no sin un sentimiento de humillación. Y de temor pues los dos grandes partidos podrían salir vapuleados de esta cita con las urnas. Los eurocomicios de 2014 supusieron en el Reino Unido un gran impulso para los partidarios del Brexit, como Nigel Farage con su antiguo Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP), que copó 24 de los 73 escaños en juego. En estas posibles nuevas elecciones, si se celebran, podrían cobrar un impulso nuevas opciones de permanencia, como el movimiento Change UK o el grupo de los 11 ahora independientes que se han salido del grupo conservador y del laborista. U otras posiciones abiertas al remain, como la de los liberales (que se quedaron con un solo escaño en la Eurocámara en 2014), o una parte de los conservadores y laboristas. Pero su actual fragmentación en diversas organizaciones políticas les podría pasar a los remainers una factura en escaños.
No cabe excluir que los brexiters, reorganizados en varios partidos, incluido el conservador, recuperen fuerza (Farage tiene ahora un Brexit Party) y marquen esas elecciones. Y si lo hicieran, podría acelerarse el Brexit. Es decir, que las elecciones europeas podrían convertirse en un sucedáneo de segundo referéndum. Incluso deslegitimar a May y abrir su sucesión al frente del Partido Conservador y del Gobierno –cuidado pues pueden ganar opciones peores que ella–, o dar paso a unas elecciones generales.
Desde 1999, las elecciones europeas en el Reino Unido ya no se organizan por distritos uninominales y con sistema mayoritario, como las generales, sino por listas regionales, y el sistema D’Hondt en Inglaterra, Escocia y Gales, y de primeras preferencias en Irlanda del Norte. Es decir, sistemas proporcionales que otorgan posibilidades de representación a opciones que en las elecciones nacionales no logran entrar en el Parlamento de Westminster. En este ámbito se reduce la señalada contradicción entre la realidad parlamentaria y la del referéndum. Con un agravante: puede quedar aún más claro que esto del Brexit es un asunto inglés (y galés), que no van con los escoceses ni con una gran mayoría de los norirlandeses.
May hará lo posible para que el Parlamento le apruebe su acuerdo de salida antes del 23 de mayo, pero lo tiene difícil sin el concurso de los laboristas de Corbyn, con los que está hablando, y que quieren, como mínimo, permanecer en una unión aduanera con la UE, a sabiendas de que esa opción romperá el Partido Conservador. El mantenimiento de cuya unidad es la prioridad número uno de May.
Es decir, todo sigue muy abierto. Pero la eventual celebración o no de las elecciones europeas en el Reino Unido el 23 de mayo puede constituirse en una divisoria de aguas, no solo para el Brexit, sino para la política británica. Y eventualmente para la Unión Europea. No es seguro que fuera lo que calculaba Emmanuel Macron con su posición de dureza ante las demandas de May.