Durante décadas la tendencia dominante ha sido analizar el sistema político chino en base a la teoría según la cual existe una correlación entre desarrollo económico y democratización. Esta teoría –basada en la “hipótesis de la modernización” del sociólogo estadounidense Seymour Lipset- se ha revelado cada vez más insuficiente para explicar la evolución política china. Nuevas teorías se han ido abriendo paso, en las que se pone el énfasis en las tradiciones políticas y culturales de China.
Según estos planteamientos alternativos, el Partido Comunista Chino no es un partido como los partidos que existen en los países occidentales: el Partido aglutina a la élite que ha sido elegida para “gobernar”, en una tradición que entronca con los mandarines que formaron la clase gobernante durante siglos de la historia imperial de China.
Ya los sucesos de Tiananmen de 1989 se interpretaron por muchos como una explosión provocada por la contradicción entre el fuerte desarrollo económico que China estaba experimentando y el inmovilismo político. Numerosos analistas pronosticaron entonces el inminente colapso del régimen comunista chino.
La base de esta teoría, de forma simplificada, es que la modernización y el crecimiento traen consigo un aumento de las clases medias y acomodadas, que reclaman una participación en la gestión de los asuntos de la sociedad. Por otro lado, la mayor complejidad de una economía más avanzada requiere mecanismos democráticos de participación para mantener su eficiencia.
En el caso de China esta teoría hace aguas de forma manifiesta. China ha registrado un impresionante crecimiento económico y un gran aumento del nivel de vida de su población. Cuenta hoy con importantes capas de población con niveles de renta medios y altos.
Sin embargo, el Partido Comunista sigue sólidamente asentado en el poder. Su primera fuente de apoyo social se encuentra precisamente en las clases medias y acomodadas, que ven en el Partido la garantía de la estabilidad del país –y por tanto de su prosperidad económica. No hay fuerzas políticas de oposición que tengan una mínima entidad. Según encuestas que realiza un centro de la John Kennedy School of Government de la universidad de Harvard, el 92,8% de la población china está satisfecha con el trabajo del gobierno central –con un 37,6% que se declara “extremadamente satisfecha”. Y son los sectores más educados y con mayor nivel económico los que muestran un mayor grado de satisfacción.
Por su parte, la economía ha continuado creciendo a lo largo del tiempo, dando muestras de una gran capacidad de adaptación. Con el cambio de modelo económico actualmente en marcha, China está dando un gran salto adelante en las cadenas globales de valor, dejando de ser “la gran fábrica del mundo” basada en bajos costes para transformarse en una economía basada en el conocimiento y la tecnología. El poder político no sólo no ha sido un obstáculo para esos cambios, sino que en buena medida está siendo un motor fundamental.
Frente a la teoría que vincula desarrollo económico y democratización, un enfoque alternativo es el que analiza el sistema político chino como entroncado en las tradiciones confucianas del país. Por mi parte he intentado explicar las características del Partido Comunista Chino en un análisis publicado en 2011 por el Real Instituto Elcano (“Ocho claves para comprender el Partido Comunista Chino”).
En los últimos tiempos se han publicado algunos interesantes trabajos que están profundizando y ampliando estas nuevas perspectivas. Yurly Gorodnichenko y Gérard Roland, de Berkeley, han argumentado sobre la importancia que tiene la cultura –frente al desarrollo económico- como determinante del sistema político, y en concreto de la implantación de un sistema democrático. Según Gorodnichenko y Roland, las culturas individualistas –como las occidentales- tienden a crear una demanda de democracia. Por el contrario, las culturas colectivistas, como es la china, se centran en la “necesidad de un gobernante benévolo para crear estabilidad entre los diferentes clanes y grupos. El énfasis es más en la jerarquía y el orden, y la libertad puede ser vista como algo que pone en peligro la estabilidad”. Los países con culturas individualistas se democratizan antes que los países con culturas colectivistas (puede verse aquí un resumen de las teorías de los dos profesores de Berkeley).
Otro destacado ejemplo de estas teorías alternativas es el libro “The China Model: Political Meritocracy and the Limits of Democracy”, del politólogo canadiense Daniel Bell, en cuyo análisis del sistema político chino el elemento central es la meritocracia, “la idea de que los funcionarios de alto nivel deberían ser seleccionados y promovidos sobre la base de su competencia y virtud”. Bell, que indica que el sistema fue institucionalizado en la China imperial, destaca cómo los dirigentes chinos deben acumular décadas de experiencia administrativa de diverso tipo. Por ejemplo, en sus cuatro décadas de su carrera política Xi Jinping tuvo 16 promociones a lo largo de los diferentes escalones de gobierno. Para Bell, “se puede argumentar que el sistema político chino es el más competitivo que existe en el mundo hoy en día”. (Puede leerse una exposición de los argumentos de Bell en un artículo publicado el pasado mes de mayo en The Atlantic, con el significativo título de “Chinese Democracy Isn’t Inevitable”).
En resumen, el sistema político chino no debe ser analizado bajo el prisma de la “hipótesis de la modernización”, y no se debe deducir a partir de ella que la implantación de un sistema democrático basado en elecciones con participación de partidos políticos, alternancia, etc., es un resultado inevitable a corto o medio plazo. Creo que la realidad ha dejado suficientemente en entredicho la incapacidad de este tipo de teorías para explicar la política china.
La conclusión es que el poder del Partido Comunista Chino se encuentra sólidamente asentado y legitimado en China. Previsiblemente tendremos al Partido Comunista al frente de China durante un largo periodo de tiempo.