La bandera, blanca, con la que los deportistas nor-y-sur-coreanos desfilaron el pasado viernes en la inauguración de los XXIII Juegos Olímpicos de invierno en PyeongChang (Corea del Sur) ha hecho respirar —unos días— más tranquilo al sobresaltado mundo del año II de la era trumpiana. Ni la tensión por la participación de los deportistas rusos tras el escándalo del programa estatal de dopaje, ni el brote de norovirus en los días previos a la inauguración, ni siquiera la primera participación del equipo de Nigeria en bobsleigh —ese trineo-cohete que vuela a más de cien kilómetros por hora por una pista-tubería helada —. Nada ha podido eclipsar a los deportistas coreanos agitando la Bandera de la Unificación Coreana (la silueta de la península azul sobre un lienzo blanco), usada desde 1991 en varias ocasiones por los deportistas de los dos países para olvidar, durante los juegos, que ambos siguen en guerra desde mediados del pasado siglo. El mundo puede recordar, una vez más, que la paz forma parte del movimiento olímpico moderno desde su creación, como lo era de los juegos desde su origen. La tregua olímpica (ekecheiria) fue creada por los reyes de Élide, Pisa y Esparta en el siglo noveno a.c, y suscrita después por el resto de polis. El inicio de la tregua era anunciado por tres mensajeros (spondophoroi) tocados por coronas de olivo que advertían de que ningún ejército podía entrar en la zona de Olimpia en los tres meses siguientes al anuncio de los juegos, so pena de ofender a Zeus, en cuyo honor se celebraban. El carácter religioso de los juegos era entonces de esa relevancia, y de hecho Teodosio I los prohibió en 394 como parte de la intensa lucha del imperio romano y cristiano contra el paganismo
Este desfile conjunto de las dos Coreas se ha producido por primera vez bajo el gobierno de Kim Jong-Un (en el poder desde 2011), y después de que el nuevo presidente surcoreano, Moon Jae-in (sustituto de la depuesta presidenta Park Geun-hye), haya dedicado parte de sus esfuerzos diplomáticos en los primeros seis meses en el cargo a tratar de destensar la relación con el hermano del norte. Después de dos años sin contactos al máximo nivel, este nuevo clima de distensión promovió la reunión de delegaciones de los dos países que en enero decidió, entre otras medidas, el desfile conjunto de las delegaciones olímpicas, impulsado desde el COI por su presidente, Thomas Bach, y el responsable de las relaciones con los comités olímpicos nacionales, el español Pere Miró.
Que el deporte es instrumento de las relaciones internacionales, como cualquier otra manifestación cultural, resulta una obviedad: no hay muchos fenómenos sociales tan globales hoy como los deportivos. Ningún deportista concibe su actividad si no es compitiendo contra marcas, colegas y rivales de todo el mundo, demostrando su liderazgo contra todos o contra cualquiera. Se retuerce, se expande el propio sentido etimológico del deporte, que nace del verbo latino “deportare” —el mismo que en español da “deportar”, es decir, expulsar— y del que tomará el sentido de salir afuera, practicar ejercicio lejos, de la casa, de la ciudad, de lo propio. El deporte es hoy más que nunca competir contra otros y contra los otros. Y esa necesidad de competir con todos ha dilatado la diplomacia deportiva hasta convertirla en un espacio institucional más amplio incluso que las Naciones Unidas: en 2018, frente a los 193 miembros de la ONU, el Comité Olímpico Internacional (COI) acoge a 206 comités nacionales. Es un dato que merece cierta reflexión, y que explica el reconocimiento de la autonomía del deporte como herramienta para el desarrollo y la paz en 2014. En palabras del actual presidente del COI, el deporte es “el único campo de la existencia humana en la que se ha conseguido lo que la filosofía política llama ‘leyes universales’, y la filosofía moral ‘ética global’.”
El lema del movimiento olímpico “citius, altius, fortius” (más rápido, más alto, más fuerte) es hoy también “más cerca”: competir contra otro implica el reconocimiento del rival. India y Pakistán desbloquearon varias crisis políticas jugando al críquet. Competir jugando juntos (como hacen las dos Irlandas en el Seis Naciones de rugby) o desfilando juntos avanza un poco más, y reelabora el propio concepto del “nosotros”. Por eso los pasos de las jugadoras de hockey Chung Su-hyon (de Corea del Norte) y Park Jong-ah (de Corea del Sur), cediendo juntas la antorcha en el penúltimo relevo a la famosa patinadora surcoreana Yuna Kim (también conocida como Queen Yuna), tienen un significado incluso mayor que el desfile conjunto de las delegaciones. Jugadoras norcoreanas y surcoreanas integraron juntas el equipo de hockey sobre hielo, y perdieron juntas, por 8-0, el partido inaugural contra Suiza. El resultado era lo menos relevante.
Una cierta mirada elitista sobre los campos de acción de la diplomacia pública ha evitado demasiado frecuentemente comprender todas las dimensiones que el deporte global ha adquirido a lo largo de la vorágine del siglo XX: como instrumento de proyección identitaria y política (los deportistas son héroes nacionales, los equipos presentan y re-presentan rivalidades emergidas en cualquier otro campo o momento), como negocio global y, necesariamente, como un instrumento al servicio del poder blando de los países y expresión del estatus geopolítico —un ámbito universal, inclusivo, no conflictivo, en el que concurren los más elevados valores éticos—. Como reiterada y unánimemente sostienen las Naciones Unidas —o recientemente su Secretario General—, el deporte es un instrumento esencial en la promoción de la educación, la salud, el desarrollo y la paz.
Pero, además y de manera distintiva, el deporte es competición: se gana y se pierde. Y por ello se supone que todos los contrincantes respetan estrictamente las mismas reglas —“con deportividad”, o “jugar limpio”, decimos en español, para hablar del proceder correcto, normativo—, lo que permite a los atletas y a los países medirse en el escenario de los límites del esfuerzo y la técnica en el que todos son, de partida, iguales. Solo de partida: salvo casos puntuales, la relación entre los medalleros y los programas de formación deportiva desmiente en los podios esa fantasía. Infringir las reglas del “juego limpio” aniquila, instantáneamente, todo el capital simbólico adquirido. Recordemos, no hay que ir más lejos, a Lance Armstrong.
Para Pierre de Coubertain, lo importante era participar (“L’important, c’est de participer”, dijo en la inauguración de los juegos de Londres en 1908). Pero la dimensión diplomática del deporte no siempre lo permite. En ocasiones, porque los países no son invitados, como represalia. Así le ocurrió, entre otros, a Alemania o Japón en 1948 o a Sudáfrica entre 1964 y 1992. En otras ocasiones, los países prefieren no participar, y el boicot —constante en los bloques durante la guerra fría— manifiesta la discusión del estatus del organizador, o de algunos de los invitados. España prefirió no acudir a la exhibición propagandística de Hitler en 1936, y organizar unas “olimpiadas populares” que la guerra civil finalmente impidió. Ganar es, seguramente, más importante que participar. La permanente batalla de signos de la guerra fría hizo del deporte un mecanismo elemental de propaganda, tanto para la Unión Soviética —que comenzó a participar en los Juegos Olímpicos en 1952— como para muchos de sus países aliados, que simbolizaban en las medallas de sus deportistas las excelencias de sus sistemas políticos y sociales, o como lo hacía Estados Unidos confrontando su melting pot social y racial con la pureza aria en los juegos de Berlín. Como la carrera espacial proyectaba la capacidad tecno-militar de las potencias, la competición deportiva trataba de reflejar la capacidad de excelencia, técnica y sacrificio de los polos ideológicos. A menor escala, la rivalidad del béisbol cubano y estadounidense ha mostrado durante décadas esa misma tensión. Por último, solo hay algo más valioso que ganar y participar: organizar. Ser sede olímpica es un deslumbrante reconocimiento del consenso sobre el estatus geopolítico, económico, cultural del organizador. Tanto que algunos países recurren casi a cualquier medio para seducir, para quebrar a los decisores del Comité Olímpico internacional.
Estos XXIII Juegos de invierno en PyeongChang son los segundos (tras Seúl 1988) celebrados en la República de Corea, terceros de invierno en Asia (tras los dos japonesas de Sapporo 1972 y Nagano 1998), un reconocimiento al país y a la región. La asistencia del equipo norcoreano entre los 92 países participantes solo puede verse como un signo tranquilizador. Que los Juegos hayan servido para una tregua diplomática entre los dos países es una excelente noticia. Pero, cuidado, también la demostración de que la débil República Democrática Popular de Corea ha encontrado en la nueva polarización geopolítica un confortable refugio, incomodada solo por las sanciones internacionales que su estentóreo programa nuclear le acarrea desde 2006. Ni a China ni a Rusia le interesaría una península de Corea unificada y aliada de los Estados Unidos. Ni estos ni Japón dejarían solo a su aliado del sur. El paseo bajo la bandera blanca es un esperanzador símbolo de paz y distensión, y solo de eso. No es poco, pero tampoco pedíamos mucho más.