A la conmoción internacional producida por los ataques desproporcionados de las fuerzas leales al todavía presidente de Libia, Muammar el Gaddafi, sobre la población civil, se suman ahora las noticias que ponen cifras a las personas que se desplazan debido a los enfrentamientos de esas mismas fuerzas con las rebeldes. Ante la inminencia de una urgencia humanitaria, los medios de comunicación social y algunos dirigentes de la zona, como el ministro de Asuntos Exteriores argelino, Mourad Medelei, están pidiendo a la comunidad internacional que haga algo para parar el derramamiento de sangre y los combates. Hasta ahora, esa comunidad internacional traducía casi automáticamente ese “hacer algo” en una intervención militar, pero aun coincidiendo en la necesidad de que la comunidad internacional tome medidas convendría no dejarse llevar por la prisa, no vaya a ser que el remedio militar tenga contraindicaciones.
Si lo que se trata es de proteger a los que buscan refugio en las fronteras de Túnez, Egipto o Argelia, la gestión de ese problema humanitario corresponde a las autoridades vecinas apoyadas por la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y por los recursos humanitarios que se brindan ya a proporcionar terceros países, como es el caso de Italia y otras naciones europeos. Proteger militarmente dentro del territorio libio a quienes sufren las consecuencias de los enfrentamientos parece más complicado por diversas razones. En primer lugar, no existen todavía interlocutores que puedan legitimar una injerencia humanitaria de tropas extranjeras e, incluso, parece que están divididos a propósito de su conveniencia. En segundo lugar, la Resolución 1970 del Consejo de Seguridad del 26 de febrero, la misma que condenó el uso de la fuerza contra la población civil, no basta para legitimar una intervención, ni parece probable que Rusia y China, entre otros, vayan a hacer una excepción con su práctica habitual de rechazar resoluciones que fomenten la intervención en asuntos internos. Por las mismas razones, parece menos probable que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas vaya a considerar la situación como un genocidio, lo que facultaría automáticamente una intervención militar internacional.
Sería posible llevar a cabo una intervención, incluso sin el respaldo de Naciones Unidas, a cargo de países u organizaciones en coalición o dentro de la OTAN o la UE, sobre el fundamento de la inacción de Naciones Unidas. Esto ya ha ocurrido en el pasado, cuando la OTAN bombardeó Serbia para prevenir una emergencia humanitaria en Kosovo, y podría repetirse de contar con la legitimación del apoyo de las opiniones públicas, aunque presenta muchas dificultades. Por un lado, una operación de exclusión aérea podría llevar a un enfrentamiento armado con las fuerzas leales al líder libio o entenderse como una intervención occidental para quedarse con los recursos petrolíferos (confirmando la teoría conspiratoria presentada por Gadafi) y fomentar la escalada del conflicto o la partición del territorio libio. Por otra parte, la protección sobre el terreno exige el despliegue de tropas que desconocen las claves culturales y políticas del conflicto y que podrían verse atrapadas en una operación de imposición de la paz sin fecha de salida y con riesgo de complicarse. Además, sentaría un precedente para intervenir en cualquier otro país árabe en la que se repitiera la situación de emergencia si no se quiere aceptar la acusación de doble rasero. Finalmente, intervenciones recientes, desde los Balcanes hasta Afganistán, han dejado grandes dudas sobre apoyar militarmente a unos líderes frente a otros, sobre la percepción que las propias poblaciones ayudadas tienen sobre la intervención extranjera y sobre la percepción que el resto de los actores humanitarios tienen sobre las intervenciones “humanitarias” de las fuerzas armadas. Hay que hacer “algo”, pero quienes estén considerando emplear la fuerza seguro que están evaluando todos los daños colaterales potenciales que puede producir una intervención militar en Libia.