El descenso de una parte de las clases medias en Occidente puede estar detrás de la agitación electoral y del crecimiento de los populismos en buen número de sociedades, pero, ¿qué hay de verdad en ello? Y si así fuera, ¿a qué se debe? ¿A la globalización? ¿A la tecnología y la automatización? ¿A las políticas públicas nacionales o europeas en el caso de la UE, o a la falta de ellas? Es un gran debate. Que no esté resuelto no significa que no tenga repercusiones políticas.
Los estudios desde el Banco Mundial de Branko Milanovic, con una inmensa base de datos, llegaban a dos conclusiones principales para el período 1998-2008: la desigualdad (además de la pobreza absoluta) se ha reducido a escala global; es decir, entre países (aunque mucho menos si se excluye a China y a los países de la otrora Unión Soviética), y ha crecido la clase media a escala mundial; pero en el mundo occidental ha aumentado la desigualdad, y las clases medias están en declive. Se plasmaba en una curva que por su forma ha sido conocida como la del elefante.
Un estudio de la británica Resolution Foundation viene a rebatir estos datos y a concluir que en esos años las clases medias no han perdido en Occidente, aunque el crecimiento ha sido desigual, sobre todo en EEUU. No obstante, la situación varía mucho entre países. Sobre todo, este análisis incide en que hay que ser cauto a la hora de atribuir estas tendencias negativas que han pasado a nutrir el discurso público, incluso desde el Fondo Monetario Internacional, a las fuerzas globales, es decir a la globalización. Esta presenta tanto oportunidades como riesgos, y ha sacado a centenares de millones de personas de la pobreza. También hay que examinar las políticas públicas (esencialmente nacionales, incluso en la UE) sobre bienestar, vivienda y política económica, y su incidencia sobre la desigualdad y las clases medias y trabajadoras occidentales.
Un problema de estos estudios es que se paran en 2008, es decir, cuando realmente empezó la crisis o Gran Recesión. El propio Milanovic ha ido más lejos, hasta 2011, al examinar, junto a John Roemer justamente la “interacción de las desigualdades globales y las nacionales”, con la conclusión provisional de que la desigualdad nacional puede haberse reducido en las economías maduras.
La Organización Internacional del Trabajo, en un estudio en colaboración con la Comisión Europea, llega a conclusiones opuestas: que las crecientes desigualdades de los últimos años han llevado a una reducción de las clases medias en Europa.
Otro informe, de McKinsey, con el significativo título de “¿Más pobres que sus padres?”, apunta que entre 2005 y 2014 los ingresos reales en las economías avanzadas se quedaron estancados o retrocedieron para un 65% a un 70% de los hogares, o más de 540 millones de personas. El informe da los datos concretos para una serie de países, si bien no para España que está entre los estudiados.
McKinsey añade una conclusión sumamente preocupante: que “un retorno a un fuerte crecimiento del PIB puede no eliminar estas tendencias de estancamiento o descenso, pues los factores demográficos y laborales pesan en los ingresos”. Es decir, que aunque haya crecimiento, no todos se beneficien de él, debido a la caída en una parte de los salarios (que en Alemania empezó mucho antes de la crisis con las reformas introducidas por Schröder). Pero el FMI ni siquiera vaticina tal retorno, sino un crecimiento débil.
No obstante, los últimos datos de EEUU indican que 3,56 millones de ciudadanos han salido de la pobreza en aquel país el año pasado y las clases medias medias y medias bajas se están finalmente beneficiando de la recuperación económica, como un aumento mediano (no medio) de los ingresos de los hogares del 5,6% en 2015.
Pero hay que tener cuidado con las estadísticas, por ejemplo, de paro. Es lo que ha hecho Nicholas Eberstadt en un libro comentado y recomendado por Lawrence Summers en el que, bajo el título de Men without Work (“Hombres sin trabajo”, y no se refiere a las mujeres) concluye que la bajísima tasa de desempleo en EEUU (la última 4,9%) esconde un paro encubierto de los que han perdido trabajo a favor de máquinas o de los que simplemente han renunciado a buscar un empleo y, por lo tanto, no cuentan ya a efectos de estos números. Son uno de cada seis hombre entre 25 y 54 años de edad. En España, aunque la situación es diferente, la población activa (según los datos del INE) en vez de aumentar se ha encogido: ha pasado de 23 millones de personas a finales de 2008, cuando empezó la crisis, a 22,8 millones en la actualidad, debido en parte a gente que ha dejado de buscar trabajo, inmigrantes que han regresado a sus países o españoles que se han ido a trabajar fuera, y otros factores.
En todo caso, en el impacto político de esta gran cuestión del desclasamiento en Occidente pesa tanto la realidad como las percepciones. Según una encuesta de Gallup, en EEUU, si el porcentaje de gente que se considera a sí misma trabajadora ha permanecido relativamente estable desde 2008, el de los que se identifican como clase media ha bajado casi 10 puntos, del 60% al 51%. Y por eso, concluye el estudio, los políticos se centran menos en la oportunidad económica (no hace muchos años, en un reflejo del optimismo reinante, un 20% de los norteamericanos consideraban que pertenecía al 10% más rico) y más en el miedo. Incluido, claro está, el temor a perder la identidad.
En España, según una encuesta de MyWord de enero de 2015, un 26,6% de los ciudadanos estimaba que había pasado de clase media a media baja; un 10,9% de media baja a clase baja, y un 4,3% de baja a “temor a caer en la pobreza”. Es decir, añadiendo también los que sentían haber bajado de clase alta a media, el sondeo arrojaba un 47,9% de personas que se sentían desclasadas, mientras un 37,5% decía no haber descendido. Puede servir para explicar muchas cosas.
La conclusión general de Dani Rodrik, uno de los primeros que alertó sobre este discutido fenómeno, es pertinente:
“Las frustraciones de la clase media y baja de hoy tienen su origen en la percepción de que las elites políticas han situado las prioridades de la economía mundial por delante de las necesidades domésticas. Abordar este descontento requerirá invertir esta percepción”.