Ayer hizo cincuenta años que se abrió a la firma el Tratado de No Proliferación (TNP), que entró en vigor en 1970. Es bueno constatar que, desde 1999, el tratado tiene vigencia indefinida (inicialmente se previó un marco temporal de 25 años) y que ya hay 190 Estados signatarios. Por el camino se ha logrado que algunos países renunciaran a su arsenal –como Suráfrica, en 1991–, que otros rechazaran la herencia recibida de la Unión Soviética –como Bielorrusia, Kazajstán y Ucrania– y hasta que algunos como Argentina, Brasil, Libia, Irak o Siria, combinando presiones económicas con el uso de la fuerza en algunos casos, abandonaran sus programas en diferentes fases de desarrollo. También lo es recordar que, para potenciar los mecanismos de control e inspección de la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA), en 1997 más de 130 países se sumaron al Protocolo Adicional, convencidos de la necesidad de frenar la proliferación nuclear con medidas más intrusivas. En paralelo, cinco regiones del planeta han quedado definidas como zonas libres de armas nucleares: América Latina y Caribe (Tlatelolco), Pacífico Sur (Rarotonga), Sudeste Asiático (Bangkok), África (Pelindaba) y Asia Central (Semipalatinsk). Por último, el pasado 7 de junio de 2017, un total de 122 Estados parte del TNP apoyaron la aprobación en la Asamblea General de la ONU del Tratado de Prohibición de Armas Nucleares (TPAN). Parecería, en consecuencia, que el deseo de evitar la proliferación nuclear y lograr un mundo sin ese tipo de armas es un arraigado y sincero sentimiento universal.
Pero desgraciadamente son muchos los hechos que se empeñan en demostrar lo contrario. En primer lugar, el caso norcoreano ha dejado al descubierto los agujeros negros del TNP, no solo porque Pyongyang, firmante del tratado, fue capaz de burlar durante años a los inspectores de la AIEA, sino también porque su articulado no contempla ninguna medida de represalia al infractor que denuncia y se sale de su marco normativo. Asimismo, los arsenales israelí, indio y paquistaní son señales bien visibles tanto de la incapacidad de la comunidad internacional para imponerse a los Estados, como de las violaciones (sin consecuencias) que en su día cometieron las potencias nucleares que les ayudaron directamente a hacerse con dichas armas.
Aunque es cierto que hoy se ha reducido significativamente el número de cabezas nucleares existentes en los arsenales de los nueve países que las poseen (Estados Unidos dice que solo tiene un 20% de las que poseía en el momento de máximo desarrollo durante la Guerra Fría, y Rusia sostiene que solo cuenta con el 15% de aquellas), también lo es que ambos países, que acumulan el 93% de todas las existentes, están empeñados en ambiciosos planes de modernización. Dicho en otros términos, ambos siguen apostando por las armas nucleares como pilares fundamentales de su poder y de su defensa, lo que aleja sine die el sueño de un mundo libre de ellas. En el contexto del giro que estamos experimentando hacia la competencia entre potencias globales resulta inmediato comprobar como EE UU, China y Rusia –pero también Francia y Gran Bretaña– siguen no solo atados a ese instrumento de disuasión máxima, sino que algunos de ellos tratan de convertirlo en un arma de batalla (soñando con una victoria que hoy resulta sencillamente impensable). No por casualidad Washington y Pekín se resisten a ratificar el Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares (CTBT en inglés) y, en la misma línea, ninguna de las nueve potencias nucleares y de los miembros no nucleares de la OTAN se han sumado al TPAN. Un tratado, por otra parte, que solo han firmado hasta hoy un total de 59 países, de los que solo diez lo han ratificado.
En definitiva, sea por afán de poder o de contar con un arma de último recurso, la proliferación nuclear –tanto vertical como horizontal– sigue siendo una tentación irresistible para muchos, incluyendo a diversos actores no estatales deseosos de apuntarse a la carrera. Y aunque las cinco potencias reconocidas tienen cada vez más dificultades para defender su postura pronuclear, nada apunta a que vayan a desistir del empeño, sabiendo que ese recurso es el que les permite gozar de un mayor peso internacional y de mayor margen de maniobra para defender sus intereses e influir en otros. Por eso también, en referencia a las dos principales potencias nucleares, ambas juegan peligrosamente a moverse en los límites del tratado de misiles de alcance intermedio en Europa (INF) y no parecen estar muy interesados en poner en marcha un nuevo proceso de negociación sobre las armas estratégicas, sabiendo que el nuevo Tratado START caduca en 2021.
Y si alguien piensa que el inminente encuentro en Helsinki entre Donald Trump y Vladimir Putin anuncia un próximo apaciguamiento de las tensiones y un regreso a la mesa de negociación, conviene que recuerde que a partir del 1 de julio Washington ha reactivado la II Flota, con su cuartel general en Norfolk. La misma que Obama había decidido desactivar en 2011 y que ahora vuelve a encargarse de patrullar el Atlántico Norte y la costa Este de Estados Unidos para garantizar el dominio naval frente a una Rusia cada vez menos acomplejada. Todo ello mientras el Pentágono propone albergar un Mando de Fuerzas Conjuntas OTAN para ese mismo océano. Por algo será.