Aunque ya no acaparen titulares como en 2008 y 2009, se siguen celebrando cumbres del G-20. Esta semana, en Rusia, se reunirán los Ministros de Finanzas de los países de este selecto club para intentar coordinar las políticas económicas internacionales y reducir los riesgos al crecimiento de la economía mundial (en la agenda también aparecen temas como el desarrollo, el comercio o la estabilidad financiera, pero no parece fácil que se alcancen acuerdos significativos en estas áreas). Como ya sucediera en la cumbre de Seúl de 2010 el debate estará centrado en el riesgo de guerra de divisas. Entre los países del euro no hay una posición común sobre este tema, lo que hace que la UE llegue a la mesa de negociaciones con esa cacofonía de voces que tanto cuesta entender a las otras grandes potencias.
Ante el aumento del valor del euro en los mercados internacionales motivado por las políticas monetarias expansivas que han seguido los bancos centrales de Estados Unidos, Reino Unido o Japón, hemos asistido a un intenso debate sobre tipos de cambio en la zona euro. El ministro de Economía francés Pierre Moscovici ha exigido que el Banco Central Europeo (BCE) actué para depreciar la moneda, mientras que el gobernador del Banco Central alemán, Jens Weidmann, afirmaba que la devaluación del tipo de cambio no es la solución a los problemas del euro y sólo traerá mayor inflación.
Esto no es nuevo. Nunca ha habido acuerdo sobre cuál debería ser el papel internacional del euro, por lo que no existe una posición oficial con respecto a la internacionalización de la moneda única. Esto se traduce también en que los países del euro siguen sin tener una silla (y por tanto una voz) única en el FMI, y que solo en algunas ocasiones coordinen sus mensajes en el G-20.
Las mayores tensiones por el tipo de cambio dentro de la unión monetaria se han producido entre Alemania y Francia (a la que, en ocasiones, se ha sumado España). Alemania siempre ha preferido un euro fuerte que ayude a controlar la inflación porque, en general, sus exportaciones no compiten por precio al ser bienes sofisticados y de alto valor añadido. Tampoco se ha mostrado demasiado entusiasmada por la idea de que el euro compita con el dólar como la moneda de reserva mundial, ya que esto incrementaría su volatilidad cambiaria, introduciría incertidumbre sobre los flujos comerciales y obligaría al BCE a jugar un papel de estabilizador del sistema monetario internacional en momentos de falta de liquidez, que podría entrar en colisión con su mandato anti-inflacionista.
Por su parte, Francia, que desde los años cincuenta ha intentado actuar como contrapeso a la hegemonía estadounidense, siempre se ha mostrado partidaria de que el euro gane peso como moneda global para poder utilizarla como arma geopolítica. Asimismo, cada vez que la moneda única se ha apreciado con fuerza, los países mediterráneos han demandado al BCE una expansión monetaria que contribuyera a la depreciación del tipo de cambio para dinamizar las exportaciones (aunque ello implicara ciertos riesgos inflacionarios), lo que ha causado la indignación de Alemania.
Llama la atención el alineamiento de la posición española con la francesa o la italiana ya que, atendiendo a los números, un euro fuerte nos perjudica en menor medida que a otros países mediterráneos. Las exportaciones españolas, curiosamente, se parecen más a las alemanas que a las francesas o italianas en la medida en que la mayor parte de nuestras ventas al exterior las realizan grandes empresas que no compiten por precio (el problema en España es que exportan pocas empresas, no que las que exportan tengan bajos niveles de competitividad). Además, España tiene una mayor dependencia de las importaciones de petróleo que otros países europeos, y un euro fuerte abarata la factura energética.
En todo caso, si la zona euro logra resolver sus problemas internos y avanza hacia una unión bancaria, fiscal y económica será más fácil que pueda adoptar una posición común en estos ámbitos. De hecho, si se establecen ciertas bases para una unión política dejaría de tener sentido mantener voces diferenciadas en el FMI, por lo que sería natural llegar a una silla única de la eurozona, lo que supondría mover la sede central de la institución desde Washington a suelo europeo.
Pero mientras esto no ocurra, seguirá mostrándose como un actor débil y que ejerce su poder de forma muy fragmentada, lo que le resta eficacia e influencia.