Lo acontecido en Ucrania es una nueva evidencia de la falta de visión estratégica de la UE y sus dificultades para relacionarse con la Federación Rusa, un actor internacional ambivalente que se mueve en una delicada posición entre adversario y socio.
Rusia oscila entre ser un socio indispensable para la seguridad energética del motor económico de la UE –como lo es Alemania– y en temas de la agenda global –como la nuclearización de Irán– a ser un adversario de los “tradicionales”, de los que no tienen mayores reticencias a la hora de poner las “botas en el terreno” para defender sus intereses estratégicos.
Las dificultades para lograr una respuesta rápida y contundente por parte de la UE a las acciones unilaterales rusas y a la inestabilidad en Ucrania han sido muchas. Sin embargo, considerando las limitaciones tradicionales de la UE en estos ámbitos y la disparidad de intereses, visiones y experiencias entre los 28 socios en relación con Rusia, el resultado no puede menos que considerarse en términos positivo aunque claramente insuficiente.
La serie de reuniones informales y cumbres extraordinarias a cuenta de Ucrania nos permite observar una dinámica de toma de decisiones europeas liderada por los países del Triángulo de Weimar, es decir, Alemania, Polonia y Francia, y con ciertas intervenciones del Reino Unido, en estrecha colaboración con EEUU. Esto no debe retrotraernos a cierta nostalgia por la Guerra Fría: la globalización y la interdependencia han hecho su trabajo durante estos últimos años y las condiciones difícilmente se repetirán. El régimen de Putin también lo sabe.
Por parte de la UE, una vez más la alta representante para la Política Exterior de la UE, Lady Ashton, no ha ejercido un papel relevante en la crisis a pesar de algunos intentos sin demasiado éxito, como, por ejemplo, en sus mediaciones en Paris con motivo de la reunión sobre Líbano en marzo pasado.
Por el contrario, el presidente del Consejo de la UE, Herman Van Rompuy sigue distinguiéndose por ser un gran formador de consensos, cualidad que sin lugar a dudas deberá tener también su sucesor. Van Rompuy fue clave para la elaboración de las tres etapas o niveles de sanciones, en función de la actuación de Rusia en intensificar o des-escalar la situación en Ucrania/Crimea.
El resultado de la Cumbre extraordinaria de jefes de Estado y de Gobierno del 6 de marzo fue un paso adelante en tanto y en cuanto el vocabulario fue mucho más contundente del que se podría esperar y se logró articular una respuesta ciertamente integral para enfrentarse a la cronología de acontecimientos de esos días, marcada por la declaración del Parlamento de Crimea sobre su intención de unirse a Rusia y la convocatoria a un referéndum ilegal para refrendar esa decisión, el cual se celebró el 16 de marzo, con un resultado llamativamente unánime en sus intenciones de unirse a la Federación Rusa. Solo unos días después, el presidente Putin firmó el tratado de anexión de Crimea, modificando las fronteras de Europa.
La última cumbre (de primavera) de la UE de jefes de Estado y de Gobierno del 20 y 21 de marzo decidió avanzar un poco más en el largo y tortuoso camino de las sanciones a Rusia, incluyendo además un párrafo contundente aunque poco claro sobre cuáles serían las medidas de amplio alcance económico que está planificando en el caso de que Rusia se decida a desestabilizar aún más a Ucrania: “Any further steps by the Russian Federation to destabilise the situation in Ukraine would lead to additional and far reaching consequences for relations in a broad range of economic areas between the European Union and its Member States, on the one hand, and the Russian Federation, on the other hand”.
Esto no significa que se pueda forjar con facilidad al consenso necesario entre los socios europeos para poner en marcha sanciones económicas amplias que previsiblemente afectarán negativamente los intereses económicos de gran parte de los europeos. Todo lo contrario, las posiciones de los Estados miembros están muy divididas y ni siquiera los países del Este son unánimes al respecto. Hungría, por ejemplo, se ha mostrado muy contraria a adoptar sanciones económicas.
Por el momento, Polonia, Suecia, Bélgica, Rumanía, Irlanda, Dinamarca y las repúblicas bálticas (estas últimas a pesar de su gran dependencia energética con Rusia) están totalmente a favor de establecer sanciones económicas. Alemania está dispuesta a dar su apoyo, a pesar de la oposición de importantes sectores económicos nacionales afectados negativamente por esas medidas. De esta manera se confirmaría un cambio en la política exterior de Alemania y la pérdida por parte de Rusia de un gran aliado en Europa, siendo este uno de los mayores costes a asumir por su actuación en Ucrania.
Sin embargo, países como el Reino Unido, Italia, Francia y España son reticentes a medidas económicas más contundentes (por intereses económicos concretos o simplemente por las consecuencias económicas negativas que podrían ocasionar en la zona euro, que aún no está fuera de peligro). Así que es previsible que en el tradicional proceso negociador europeo se obtengan las garantías suficientes para que no se bloquee una tercera ronda de sanciones y más aún si las autoridades rusas siguen tensando la situación en términos militares en la nueva frontera este de Ucrania.
Una vez más, una crisis de gran importancia en el vecindario europeo oriental pone en evidencia las debilidades de la UE como actor internacional, y deja al descubierto las dependencias (fundamentalmente energética) de una parte importante de los Estados miembros de la UE con respecto a la Federación Rusa. El presidente Obama, en su reciente gira por Europa hace unas semanas, no dejó pasar la ocasión de darles un tirón de orejas a los europeos sobre esta materia y sobre la tradicional fuente de tensión en las relaciones trasatlánticas por la falta de recursos europeos en seguridad y defensa.
Pero esto no debería sorprendernos, pues los juegos de high politics y la gestión de crisis no le van bien a un actor como la UE, en la que se conoce de antemano sus debilidades y complejidades en el proceso de toma de decisiones internas, derivadas de –e intrínsecas a– su propia naturaleza.
Objetivos estratégicos a largo plazo
La particularidades de la UE y el objetivo de su proyecto de integración, que no es otro que el bienestar de sus ciudadanos en un contexto de libertad, paz y respeto a los derechos fundamentales de las personas, es lo que en el largo plazo inclina la balanza hacia Europa, la UE y los europeos.
Es el gran poder transformador de la UE, con su “aburrida” acquis communautaire, con su burocracia bruselense y su mercado interior inconcluso y en crisis, lo que ha obligado a actuar (y sobreactuar) a un sector de la sociedad rusa representado por Putin, quien está dispuesto a correr importantes riesgos para retornar a una grandeza difícilmente recuperable.
Pero esto no debe ser entendido en forma complaciente por la UE. Todo lo contrario, debe hacer consciente a sus responsables y a los Estados miembros de la capacidad de influir y transformar que puede ejercer y, por ende, asumir también sus consecuencias.
Como ya es usual, la UE opta por instrumentos en vez de estrategias y aunque la Asociación Oriental, proyecto impulsado por Suecia y Polonia, tiene objetivos muy loables y una lógica basada en el poder de atracción de la UE que tan buenos resultados ha dado hasta el momento, ha dejado de lado el juego geopolítico en el que se inmiscuía.
Muchas son las interpretaciones sobre por qué Rusia ha optado por violar la soberanía y la integridad territorial de Ucrania, en terminología de la UE –según su comunicado del 3 de marzo tras la cumbre de ministros de Asuntos Exteriores–. Sin entrar en razones históricas y culturales, o en la compleja conformación étnica de la península de Crimea y del resto de Ucrania, y sin dejarnos llevar por la retórica sobre la necesidad de proteger a la minoría rusa en Ucrania de los fascistas pro-occidentales, la constante que sigue presente en la política exterior rusa desde que Putin llegó al poder en el año 2000 es la necesidad de mantener un área de influencia rusa en su vecindario inmediato, frente a un área de interés europeo-occidental-atlántico-OTAN.
La UE entró en este juego estratégico sin sopesar suficientemente las implicaciones de “inmiscuirse” en la esfera de influencia directamente rusa. No es casual que la Unión Aduanera Euroasiática, que data de 2007, acelerara su puesta en marcha en 2009, coincidiendo con el lanzamiento de la Asociación Oriental (tampoco es casual que estemos en plenas negociaciones del TTIP que puede transformar la geopolítica mundial dejando a Rusia al margen).
A medida que las negociaciones entre la UE y los Estados que forman parte de la Asociación Oriental (Armenia, Azerbaiyán, Georgia, Bielorrusia, Moldavia y Ucrania) avanzaban, las presiones rusas también. Presiones muy diferentes a la condicionalidad normativa comunitaria, pues los medios de presión rusos son muchos más directos y efectivos (aumentar precios de la energía, cortar la ayuda en la gestión de conflictos congelados, apoyar a candidatos opositores al gobierno actual, etc.). De hecho, surtieron el efecto esperado y Armenia decidió salirse de las negociaciones con la UE y optar por el proyecto de Unión Aduanera liderado por Rusia. Ucrania es el país central en la estrategia rusa de tener una anillo de países influenciables y proclives a sus intereses pero jugó a dos bandas, lo que le permitió obtener un precio alto por mantener su fidelidad para con la Rusia de Putin.
¿Estaban los negociadores europeos preparados para estos acontecimientos, para este juego geopolítico de alto nivel? La respuesta aparente es que no. Llama la atención que hasta pocos días antes del carpetazo dado por Yanukóvich, la conversación estaba situada en si Ucrania cumplía las condiciones europeas para firmar el acuerdo de asociación avanzado; es más, los viajes de los funcionarios ucranianos por las capitales europeas se empleaban a fondo para conseguir el apoyo para que Ucrania pudiera firmar los acuerdos, aclarando que esto no implicaba ningún compromiso de una futura adhesión a la UE.
La UE entró en el patio trasero de la Rusia de Putin, con herramientas posmodernas y no demasiado dispuesta a emplear todas sus capacidades y recursos para atraer a Ucrania a la órbita europea. Por ello, es bastante llamativo que ahora la UE sí esté dispuesta a poner en la mesa 15.000 millones de euros (eso sí, con la consabida condicionalidad de reformas económicas impuestas por organismos financieros internacionales), similar a la cifra que supuestamente ofreció Rusia. En esto se diferenció de lo que sucedió en noviembre de 2013, cuando la oferta europea fue bastante menos generosa.
Por ello, la UE necesita pensar y actuar estratégicamente y no sólo tener instrumentos, sino estrategias. No es sólo Ucrania, es nuestra relación con Rusia y con todo el vecindario oriental. En la última reunión del Consejo de Primavera el pasado 21 de marzo tuvo lugar la firma entre la UE y Ucrania de una parte del acuerdo de asociación (un gesto simbólico a la espera de firmar el resto con un gobierno que cuente con mayor legitimidad y representatividad después de las elecciones de mayo) y se expresó la intención de acelerar la firma de acuerdos con Moldavia y Georgia. Esto ya parece ser una evidencia de un cierto pensamiento a largo plazo. Pero estos elementos deben formar parte de una estrategia de mayor calado que tenga en cuenta de forma global y a largo plazo todos los aspectos de nuestras relaciones con el vecindario oriental y, sobre todo, los puntos más controvertidos e importantes de nuestra relación con Rusia.
La tarea es doblemente difícil, porque la UE, en estrecha relación con EEUU, también debe formar parte del rompecabezas estratégico que se está formando. Sin embargo, la urgencia de la situación actual no puede distraer a la UE de la necesidad inaplazable de plantear una estrategia consistente en nuestra acción exterior con nuestros vecinos del Este.