Es indudable que la pandemia del COVID-19 ha supuesto un gravísimo choque en múltiples dimensiones (médico-sanitaria, socioeconómica, financiera e incluso geoestratégica) para muchos países del mundo, y más concretamente para los que formamos la UE. A estas alturas, hemos comprendido que estamos condenados a vivir con sus enormes consecuencias durante bastante tiempo y que todavía no se puede decir siquiera que hayamos salido del todo de la primera fase de la crisis.
Ahora que la UE está, por fin, empezando a tomar decisiones de gran alcance para abordar conjuntamente las consecuencias económicas, sociales y financieras del profundo choque que están suponiendo la pandemia y las drásticas medidas adoptadas por los Estados miembros para hacerle frente, se impone una reflexión a fondo sobre la manera cómo la UE y sus Estados miembros respondieron a ese reto desde un principio y a lo largo de los primeros meses de la crisis.
Resulta evidente para cualquier observador que, en los primeros momentos en que la pandemia empezó a golpear en Europa, entre febrero y marzo de 2020, la UE, en cuanto tal, estuvo prácticamente ausente y que los Estados miembros, quizá porque iban siendo afectados de forma asimétrica tanto en el tiempo como en la gravedad de sus efectos, asumieron el principal papel en la toma de decisiones con carácter de urgencia. Casi inevitablemente, ello tuvo lugar en orden disperso, con decisiones no solamente inconexas sino frecuentemente contradictorias entre unos y otros y, desde luego, con efectos seriamente negativos para el sistema de libre circulación de Schengen e incluso para el correcto funcionamiento del mercado interior único. Hay que reconocer que en aquel crucial período la cohesión y la credibilidad de la UE quedaron gravemente comprometidas.
“(…) no debe olvidarse que entre las políticas de la UE se incluye expresamente la protección de la salud pública mediante procedimientos de coordinación entre la Unión y sus Estados miembros (…)”.
Frecuentemente se alega que ello fue así porque la UE, como tal, no dispone apenas de competencias en materia sanitaria. Ello es parcialmente cierto, al menos en lo que se refiere a las competencias propiamente comunitarias, gestionadas por la Comisión o bajo su dirección, que no incluyen cuestiones tales como la provisión de servicios de salud, que se dejan enteramente dentro del ámbito competencial de los Estados miembros. Sin embargo, no debe olvidarse que entre las políticas de la UE se incluye expresamente la protección de la salud pública mediante procedimientos de coordinación entre la Unión y sus Estados miembros (artículo 168 del Tratado de Funcionamiento de la UE, TFUE). Además, la UE cuenta con una agencia específicamente dedicada a la cuestión que nos ocupa: el Centro Europeo para la Prevención y el Control de las Enfermedades, cuya actuación en esta ocasión, especialmente en las cruciales fases de detección, alerta temprana y recomendaciones para la respuesta de emergencia, no brilló precisamente a la altura de lo que de él hubiera cabido esperar.
Asimismo, es preciso recalcar que, desde que el Tratado de Lisboa entró en vigor en 2010, la UE dispone de un mecanismo –ciertamente imperfecto e incompleto– para afrontar las catástrofes naturales, incluidas las pandemias: la cláusula de solidaridad europea. Conviene tener muy presente el artículo 222 del Tratado FUE, texto que pasó al Tratado de Lisboa desde los trabajos de la Convención constitucional europea, donde Michel Barnier tuvo un papel especialmente activo en su inserción. Esa disposición estipula, entre otras cosas, lo siguiente: “La Unión y sus Estados miembros actuarán conjuntamente con espíritu de solidaridad si un Estado miembro es (…) víctima de una catástrofe natural (…) La Unión movilizará todos los instrumentos de que disponga (…), puestos a su disposición por los Estados miembros, para (…) prestar asistencia a un Estado miembro (…), a petición de sus autoridades políticas, en caso de catástrofe (…) (…) Con este fin, los Estados miembros se coordinarán en el seno del Consejo”.
“(…) la UE dispone de un mecanismo –ciertamente imperfecto e incompleto– para afrontar las catástrofes naturales, incluidas las pandemias: la cláusula de solidaridad europea”.
Nadie puede dudar de que la pandemia causada por el COVID-19 es una catástrofe natural, y además de gran magnitud, que ha afectado muy seriamente a todos los Estados miembros de la UE, si bien en distinto grado, con mayor o menor intensidad según los países. De hecho, cuando se discutió esa cláusula en la Convención, y posteriormente en la elaboración del Tratado de Lisboa, se mencionaron específicamente, entre otras, las amenazas provenientes de pandemias, que para entonces ya habían causado situaciones de alarma en distintas partes del mundo (SARS, gripe aviar, etc.).
De forma aún más concreta, desde 2014 se cuenta con una Decisión del Consejo de la UE (2014/415/EU), adoptada a propuesta conjunta de la Comisión y de la alta representante –conforme prevé el propio artículo 222–, para articular los procedimientos de puesta en marcha y aplicación de la cláusula de solidaridad por parte de la Unión. En esa Decisión se define “catástrofe” como “toda situación que tenga o pueda tener efectos graves para las personas (…)”, mientras que “crisis” es definida como una “catástrofe (…) cuyos efectos de gran alcance (…) son tales que requieran que se produzca a tiempo una coordinación de medidas y una respuesta al nivel político de la Unión”. Parece evidente que así ya quedaba retratada, con notable antelación, una situación catastrófica como la que Europa ha venido confrontando en el último medio año.
Sin embargo, de manera sorprendente, ningún Estado miembro, que se tenga noticia, ha invocado formalmente esa cláusula de solidaridad, ni tampoco el Consejo –cuyo presidente también ha estado prácticamente ausente en las primeras etapas de la crisis– ha promovido a tiempo una coordinación de las políticas de la UE y sus Estados miembros a fin de potenciar la respuesta conjunta y solidaria que reclamaban las circunstancias y que exigen el artículo 222 del TFUE y la Decisión del Consejo de 2014. Como no cabe pensar en que ello se debiera a la ignorancia de la existencia de ese mecanismo, el hecho de que no se acudiera a la cláusula de solidaridad en una circunstancia crítica para la que estaba claramente pensada solo se puede achacar a una falta de confianza en sus virtualidades o en su potencial eficacia.
Es más, no solamente se produjo una descoordinación casi total entre los Estados miembros en las críticas primeras semanas de la pandemia, sino que, lo que es aún peor, hubo informaciones, no desmentidas, en el sentido de que el país entonces más afectado (Italia) se encontró en aquellas fechas con serias resistencias, e incluso con rotundas negativas, por parte de otros Estados miembros (se ha citado a Alemania y Francia, en particular), cuando trató de obtener urgentemente material sanitario esencial, muy necesario para hacer frente a las gravísimas consecuencias del COVID-19.
“(…) lo cierto es que no se ha llegado realmente a desarrollar una coordinación institucionalizada y organizada de la UE ante la crisis, conforme a lo previsto en el artículo 222 y en la Decisión de 2014, a pesar de algunos llamamientos esporádicos en ese sentido por parte del Parlamento Europeo”.
Aunque luego ha habido un cierto mayor grado de consultas y colaboración entre los Estados miembros, tanto acciones en el plano bilateral o entre grupos de países vecinos como algunas iniciativas o decisiones de la Comisión o el Consejo, lo cierto es que no se ha llegado realmente a desarrollar una coordinación institucionalizada y organizada de la UE ante la crisis, conforme a lo previsto en el artículo 222 y en la Decisión de 2014, a pesar de algunos llamamientos esporádicos en ese sentido por parte del Parlamento Europeo (en particular mediante la resolución de 17 de abril sobre “Acción coordinada de la UE para luchar contra la pandemia de COVID-19 y sus consecuencias”).
Cabe poca duda, pues, de que la manera improvisada, inconexa, discordante en que se ha producido la respuesta de los Estados miembros en las críticas fases iniciales de la pandemia ha tenido dos resultados indeseados: por un lado, una menor eficacia en la gestión, con la consecuencia de un mayor número de víctimas y una más severa afectación de los sistemas sanitarios nacionales; y, por otro, una gran oportunidad perdida en la institucionalización de la solidaridad europea frente a las pandemias y otras catástrofes naturales, con el consiguiente precio pagado en términos de credibilidad y prestigio de la UE.
Todo ello debería hacernos reflexionar seriamente, al menos en dos planos: en primer lugar, en el corto plazo, frente a posibles nuevos rebrotes u oleadas de la pandemia a lo largo de los próximos meses; y en un segundo momento, a medio plazo, de cara a la Conferencia sobre el Futuro de Europa, que está previsto que dé comienzo en el otoño.
Respecto al corto plazo, resulta imperioso hacer de modo que una posible reactivación del COVID-19 no sorprenda a la UE y sus Estados miembros igualmente faltos de preparación ante la pandemia. Un buen paso en esa dirección lo constituye la “Iniciativa franco-alemana por la reactivación europea frente a la crisis del coronavirus”, suscrita por el presidente Macron y la canciller Merkel y presentada el 18 de mayo de 2020, que contiene interesantes propuestas muy dignas de consideración y de acción por parte de las instituciones de la UE y por todos los Estados miembros (en particular, su primera parte, titulada “Reforzar nuestra soberanía sanitaria estratégica mediante una ‘estrategia de salud’ de la UE”). Sin embargo, a esa serie de propuestas le falta un marco normativo e institucional apropiado, que sin duda debería incluir el previsto en la cláusula de solidaridad europea.
Hay que reconocer que, tal como está redactado, el artículo 222 es muy insatisfactorio, porque parece contemplar solamente el supuesto de que una catástrofe natural tenga lugar en un Estado miembro determinado y, además, prevé que las acciones a poner en marcha tengan un carácter de “asistencia” al Estado “víctima” en cuestión. Lo que parecería necesario es que, ante la urgencia de los retos que podríamos tener que encarar en un próximo futuro, se realice una lectura creativa del texto, basada en criterios teleológicos y de eficacia normativa, de tal manera que se utilicen sus disposiciones para hacer frente de manera conjunta y solidaria –que es lo que importa– a situaciones que afecten no ya a un solo Estado miembro sino, con mayor razón aún, a todos los Estados miembros, y que se pase de un enfoque, muy limitado, de asistencia a un Estado concreto a otra aproximación, muy distinta, de colaboración activa y ayuda mutua entre todos los Estados que componen la UE, a fin de hacer frente juntos a un grave peligro que concierne a todos.
“(…) pensando en la Conferencia sobre el Futuro de Europa, convendría reflexionar sobre la posibilidad de una iniciativa, que cabría compartir con otros países especialmente golpeados por la pandemia, en el sentido de redactar de otro modo la cláusula de solidaridad europea (…)”.
Ello debería llevar también a una revisión a fondo de la Decisión del Consejo de 2014 a la vista de las carencias observadas en la coordinación y respuesta frente a la pandemia. Por una parte, esa Decisión está concebida de manera que contempla amenazas de muy diversa naturaleza y, de hecho, está centrada ante todo en los ataques terroristas y similares, quedando la lucha contra las catástrofes naturales en un segundo plano. Por otro lado, la experiencia de los últimos meses requeriría que se adoptara una Decisión separada y actualizada por parte del Consejo, centrada exclusivamente en las catástrofes naturales y específicamente en las pandemias como el COVID-19, que constituyen una amenaza con sustantividad propia y que reclaman métodos y medidas de una naturaleza muy distinta a los de los clásicos riesgos de seguridad causados por atentados.
Más a medio plazo, pensando en la Conferencia sobre el Futuro de Europa, convendría reflexionar sobre la posibilidad de una iniciativa, que cabría compartir con otros países especialmente golpeados por la pandemia, en el sentido de redactar de otro modo la cláusula de solidaridad europea, con varias finalidades:
- Separar más netamente el supuesto de las catástrofes naturales de las otras amenazas consideradas como “duras”.
- Contemplar expresamente el supuesto de las catástrofes que afecten a todos o a varios Estados miembros y que, en todo caso, afecten al conjunto de la UE.
- Superar el enfoque puramente asistencial al Estado miembro afectado para pasar a un enfoque de colaboración y ayuda mutua del conjunto de la UE frente a fenómenos que afectan de una u otra manera a todos sus Estados miembros.
Yendo incluso más allá, y situándonos en un horizonte que algunos podrían considerar como casi utópico, habría que comenzar a pensar en promover algo parecido a un “estado de alarma” a nivel europeo. Desde esa perspectiva, ¿por qué no imaginar que, ante una pandemia parecida al COVID-19, el Consejo de la UE –actuando por unanimidad o por mayoría muy cualificada– pudiera declarar un “estado de emergencia civil” para el conjunto de la UE o, al menos, ¿para los Estados que forman el sistema de Schengen? Una medida de ese tipo permitiría asegurar un mínimo de coherencia, eficacia y solidaridad a la acción común de los Estados miembros y de las instituciones europeas ante un fenómeno tan grave y amenazante para las poblaciones del conjunto de la UE. Obviamente, habría que especificar que esa declaración no sustituiría a las medidas más concretas que se adoptaran a nivel nacional, conforme a los respectivos órdenes constitucionales y legislaciones aplicables y dentro del marco establecido a escala de la Unión. Lo que haría esa declaración de la UE sería proporcionar un marco europeo, un compromiso de coordinación y acción común y un principio de solidaridad a lo que a continuación hicieran los Estados miembros y las instituciones europeas para hacer frente con eficacia a una situación de emergencia que a todos afecta.
“(…) todavía estamos bastante lejos en el proceso de construcción política de Europa, pero sí de la puesta en común y el ejercicio conjunto de las soberanías nacionales de los Estados miembros en casos extremos”.
Una última reflexión: si, como sostenía Carl Schmitt, “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, ese desarrollo potencial de un “estado de emergencia civil” europeo constituiría una manifestación clara y operativa, no ya de una supuesta “soberanía europea” de la que –más allá de algunas declaraciones de carácter retórico– todavía estamos bastante lejos en el proceso de construcción política de Europa, pero sí de la puesta en común y el ejercicio conjunto de las soberanías nacionales de los Estados miembros en casos extremos, afirmando así la personalidad y la solidaridad de la UE en la protección eficaz de intereses vitales de los países y los pueblos que componen la Unión.