No fue una cuestión personal. El bofetón-humillación-encerrona que el pasado día 5 sufrió el Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad a manos del ministro de exteriores ruso, Serguéi Lavrov, no estaba dirigido a Josep Borrell sino a los Veintisiete. Fue, por una parte, una clara señal de la actual falta de voluntad de Moscú para volver a encarrilar las relaciones con Bruselas hacia una senda menos crispada. Y, por otra, fue una demostración más de la debilidad estratégica de un actor tan imperfecto como la Unión.
Desde su entrada en escena como presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen ha querido dejar claro el carácter geopolítico de su equipo de comisarios. No solo alineándose con la Estrategia Global de la UE (junio de 2016), que recoge la ambición de lograr la autonomía estratégica en un futuro indefinido, sino, en palabras del propio Borrell, con voluntad de dejar de ser el campo de juego para pasar a ser un jugador capaz de emplear el lenguaje del poder. Eso es, a buen seguro, lo que se ha querido visibilizar en esta visita (a la que se oponían tanto Polonia como los países bálticos); pero el resultado no ha podido ser más nefasto.
Hoy no cabe esperar que Rusia vaya a modificar el rumbo en sus relaciones con la UE. No solo Lavrov ha vuelto a insistir en que la UE no es un socio fiable, sino que su lista de gestos inamistosos hacia diversos países miembros no deja de crecer. Al igual que es imposible en la actualidad el “reseteo” de sus relaciones con Washington, también lo es con Bruselas. Y sin que sea posible determinar con precisión si fueron las sanciones impuestas por la UE (en lo que algunos ven como seguidismo de EEUU) lo que está acelerando su reorientación hacia Asia, o si ese plan ya estaba previamente en la mente de Vladimir Putin, el hecho es que hoy la Unión ha dejado de ser una prioridad rusa. Putin es sobradamente consciente de que, aunque no deja de aumentar la crispación en el campo político, es muy difícil que los países comunitarios (con Alemania en cabeza) se atrevan a romper unas relaciones económicas que, de hecho, siguen aumentando a pesar de las sanciones impuestas a Moscú desde 2014, con un superávit favorable a Rusia que en 2020 alcanzó los 54.500 millones de euros.
Y eso se traduce en que cuando Borrell llegó a Moscú, por muy loables que fueran sus intenciones (demandar la liberación del disidente Alexéi Navalni y afear a Moscú su comportamiento en el terreno de los derechos humanos), tenía los flancos al descubierto. Una realidad que a Lavrov, al tiempo que pensaba en clave interna (hacer ver a los rusos que el modelo occidental no es envidiable), le sirvió para desactivar a Bruselas, mostrando su desnudez como adversario estratégico. Le bastó para ello responder con el consabido “aquí no ocurre eso [reprimir a disidentes], pero tú más”, sabiendo que, más allá de las palabras, Borrell no contaba con el apoyo unánime de los Veintisiete para subir la apuesta y decidirse seriamente a usar el leguaje del poder. Algo que, desgraciadamente, ya ha quedado también de manifiesto en tantos otros casos como el de las relaciones con China, con Turquía, con Marruecos y hasta con el Estados Unidos de Trump. Ejemplos, todos ellos, que vuelven a mostrar el peso de las consideraciones nacionalistas, hasta el punto de impedir que la Unión pueda tener una voz única en el concierto internacional, sin querer entender que individualmente ninguno de los Veintisiete consigue hacerse oír.
Por eso, agotada la vía alemana del Wandel durch Handel (cambio a través del comercio), las alternativas no hacen más que reducirse. Descartado el enfrentamiento frontal, en términos realistas solo queda aumentar las sanciones y marcar militarmente el territorio. Pero en ese punto vuelve a quedar claro que las sanciones no han funcionado (Rusia no solo está logrando diversificar su capacidad productiva y acumular más reservas de oro en su Banco Central, sino que incluso su industria de defensa es hoy más capaz que hace una década) y, sobre todo, que no hay unión entre los Veintisiete (y eso no solo lo sabe Putin, sino que se dedica activamente a explotarlo). Dicho en otras palabras, Moscú puede aceptar un empeoramiento de las relaciones, contando con que no necesita nada vital de manos de la UE y sabiendo que le vamos a seguir comprando su petróleo y su gas (y el gasoducto Nord Stream 2 es la prueba más palpable). ¿Puede hacer lo mismo la UE?
Lo ocurrido puede ser la puntilla a la política exterior de la Unión, demostrando la incapacidad de los Veintisiete para superar sus resabios nacionalistas. En ese caso, solo nos queda volver la vista a Washington, confiando en que Joe Biden marque los límites que su antecesor no ha querido establecer para frenar la agresividad rusa. Pero también puede convertirse en el punto que nos convenza definitivamente de que –siendo potencialmente la primera economía del planeta y la segunda potencia militar– somos capaces de ponernos de acuerdo sobre una visión y, más aún, una estrategia para frenar a Rusia. Ojalá.