Desde el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, convirtiéndose en el principal disruptor del escenario europeo y más allá, se repite con insistencia que la Unión Europea (UE) tiene que despertar. Se entiende que, sin olvidar los efectos de una guerra comercial que nos convierte en objetivos a batir, los planteamientos del magnate estadounidense ponen en cuestión el vínculo trasatlántico, que nos ha proporcionado a los europeos una vital cobertura de seguridad durante décadas, aunque haya sido a costa de aceptar la dependencia al dictado de Washington. Estados Unidos (EEUU), como ya había señalado Angela Merkel hace años, ha dejado de ser un socio fiable y, en consecuencia, la UE debe prepararse para asumir la carga de su propia seguridad contando con sus propios medios. En resumen, oímos ahora el mismo discurso que ya oíamos en 2014, cuando Rusia se anexionó Crimea, y en 2022, cuando Vladímir Putin decidió invadir Ucrania. Y, sin negar que se han dado algunos pasos en dirección hacia una Europa de la defensa, la autonomía estratégica que se define como horizonte geopolítico desde hace años sigue siendo hoy una entelequia.
“EEUU, como ya había señalado Angela Merkel hace años, ha dejado de ser un socio fiable y, en consecuencia, la UE debe prepararse para asumir la carga de su propia seguridad contando con sus propios medios”.
Dicho de otro modo, no hacía falta esperar hasta que Trump mostrara abiertamente su desinterés por sus aliados europeos, su notable afinidad personal con Putin, su acusado sesgo mercantilista con Ucrania y su entusiasmo con el auge de la ultraderecha entre los Veintisiete para entender la imperiosa necesidad de acelerar el proceso que debe desembocar en una verdadera unión política. Una unión que, para defender sus privilegiados niveles de bienestar y para ser tenida en cuenta en el escenario internacional en defensa de sus legítimos intereses, debe contar con toda la panoplia de medios diplomáticos, económicos, culturales, tecnológicos, políticos y, por supuesto, militares puestos al servicio de una causa y una agenda común. Y la clave para llegar a ese punto, como ya se ha repetido hasta la saciedad (sin lograr aun así pasar de las declaraciones a la acción), no es tanto acumular nuevas capacidades como activar la voluntad política necesaria para superar los anacrónicos planteamientos nacionalistas. Por eso no se trata sólo de despertar, sino que es preciso acelerar radicalmente el proceso dado que nadie va a esperar por nosotros y lo que está en juego son nuestros intereses vitales.
Buena parte de ellos se juegan ahora mismo en Ucrania. Se acerca el momento decisivo en el que Volodímir Zelenski tendrá que renunciar a su sueño de expulsar a las tropas invasoras de su territorio, firmando un acuerdo que deja las manos libres a Putin, mientras obliga a renunciar a Kyiv a parte de su territorio. Por eso lo que ahora busca desesperadamente Zelenski son garantías de seguridad ante el temor de que Rusia vuelva mañana a las andadas. En esa línea, la entrada en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) sería su mejor opción; pero todo apunta a que el entendimiento entre Washington y Moscú incluye negar tal posibilidad. A partir de ahí, y ante el rechazo estadounidense a desplegar tropas de interposición o de mantenimiento de la paz sobre el terreno, el despliegue de fuerzas de varios países miembros de la UE se convierte en la medida más realista.
El problema es que, en las condiciones actuales, los miembros de la UE no están en condiciones de desplegar los medios que Zelenski demanda –unos 200.000 efectivos para una hipotética línea de demarcación de unos 1.100 km de longitud– en una misión que puede prolongarse durante años. Una misión que busca disuadir a Rusia y que puede encontrarse en una situación muy delicada si Putin decide volver a optar por la violencia para completar su tarea no sólo de colocar a Ucrania bajo la órbita rusa, sino de recuperar la zona de influencia que en su día tuvo la Unión Soviética en la Europa oriental. La UE tampoco tiene los medios de inteligencia, de transporte y logísticos para asumir plenamente la tarea; y de ahí la insistencia de algunos gobiernos (incluyendo el español) para que Washington se implique directamente.
El reto, en todo caso, va más allá de Ucrania, sobre todo si se actúa en línea con lo que acaba de declarar el próximo canciller alemán, Friedrich Merz, al referirse a la necesidad de “independizarse” de EEUU. Implica, por apuntarlo someramente, dejar atrás los planteamientos nacionales en política exterior, de seguridad y defensa para pensar en común sobre cuáles son nuestros intereses compartidos y cómo pensamos defenderlos. Y eso tiene, obviamente, tanto implicaciones presupuestarias –ahora que comienza el proceso de aprobación del marco financiero plurianual 2028-2034, ¿seguimos limitando la ambición al 1% del PIB de los Veintisiete?–, como en el proceso de toma de decisiones –¿es posible mantener la regla de la unanimidad, más aún si la UE integra nuevos miembros?– y, por supuesto, militares –¿se puede ser autónomo sin cobertura nuclear propia?, ¿se dan pasos efectivos hacia la comunitarización del empleo de las Fuerzas Armadas con órganos permanentes de decisión, planificación y dirección de las futuras operaciones?–.
De momento, como queda de manifiesto con Emmanuel Macron convocando informalmente a algunos gobernantes europeos (y al secretario general de la OTAN), parece claro que no hay consenso entre los Veintisiete para ir mucho más allá de dar algunos pasitos cortos.